Definir la relación de Armand con los niños habría exigido una sucinta revisión del proceso de formación de opinión del primero, remontándose hasta su misma etapa como infante, acerca de los segundos, como colectivo, y seguramente hubiera contenido algún componente agonístico. Ya siendo él mismo uno de ellos, los juzgaba excesivamente revoltosos y anárquicos y, al crecer, se había alegrado, retrospectivamente, de haber abandonado la manada. No es que albergase un rencor hacia aquella etapa y sus vivencias, de hecho las recordaba con cierta ternura, pero su adulto racionalismo se había afianzado en la repulsa de aquella vida incivilizada y arbitraria.
En cualquier caso, lo que sí tendía a enrarecer progresivamente aquella relación era el hecho de que Armand se hubiera afincado cómodamente, desde hacía unos años, en un puesto de ayudante de mantenimiento en el colegio “Charlemagne”, de entre la gama media de colegios privados, en el estadio inmediatamente previo al alarde abierto de elitismo, uno de los más reputados, por una serie de razones de método pedagógico que a él se le escapaban. El centro estaba dotado de unas modernas instalaciones de cocina y la gran versatilidad de la estructura arquitectónica permitía que los chiquillos comieran a gusto en el mismo espacio en que daban clase, ahorrándose el traslado. La tarea de Armand, en líneas generales, era la de limpiar todo aquello que se ensuciase durante aquellos trasiegos, lo cual generalmente era bastante más de lo imprescindible, tratándose, como se trataba aquél curso, de niños de cinco años.
Su responsabilidad era ocuparse casi exclusivamente de aquella franja de edad, que se componía de unas cuatro aulas que podían sumar hasta más de cien niños en los días buenos, dedicados todos al ejercicio creativo de pringarse de pies a cabeza, vomitar de las formas más diversas y plásticamente provocativas y saquear indiscriminadamente el material del colegio. A pesar de que, en cuanto a educarlos, su contrato no le exigía nada de nada, el instinto de conservación le dictaba que si podía entrenar en la cordura, un poco ni que fuera, a aquellos vándalos paticortos tanto mejor para todos. Con esto, la motivación para la interacción, como para la tragedia nerviosa, estaba servida.
En esencia, se podría decir que estos intentos etológicos de Armand terminaban demasiado a menudo en fracaso. Amargamente había ido descubriendo, con los años, que los padres que llevaban a sus hijos a aquel colegio, mayormente de clase media-alta, lo hacía con la principal motivación de librarse de los retoños el máximo posible de horas al día. De ahí que además los machacasen a extraescolares. Eso si, a la vuelta los querían enteros, limpios y, muy importante, completamente adoctrinados para no tener que tomarse la molestia de tener una conversación con ellos y poder enseñarlos troferilmente a los amigos. Por ello, la franja de edad concreta de los cinco años, etapa en que el incipiente ego de los angelitos se encuentra desbordante, como celebrándose a sí mismo, presentaba un magnífico elenco de elementos desconocedores sinceros de cualquier tipo de autoridad, sin costumbre de refrenarse en nada y con una sobredosis permanente de azúcar. Eran pequeños “führers” borrachos.
Naturalmente, Armand tampoco creía que todos ellos fueran unos bárbaros irrecuperables, tan solo irrecuperables en general. De hecho, ahí se congregaba a cierta “flor y nata” de los estratos medio-altos de la ciudad, incluso en la clase C de aquel curso de preescolar se contaba con la distinguida presencia del hijo del alcalde, algo a lo que Armand no prestaba la menor atención. En cualquier caso, si aquello era el fruto fenotípico de alguna suerte de pretendida aristocracia social, sencillamente no podía hacerse más para su propio descrédito fulminante.
En el presente curso, el “zoo de la decadencia civilizatoria”, cómo él llamaba a su jurisdicción, presentaba un poderoso surtido de especimenes. Había uno que permanecía todo el día con la boca abierta, ininterrumpidamente. Su sistema mental parecía bien inmunizado a reaccionar con estímulo delante de letras, dibujos o discursos, solo lo hacía delante de alguna barbaridad de nihilística simpleza producida por alguno de sus congéneres, como verterse samfaina por el pecho. Entonces entraba en un proceso de simiesca excitación. Un día muy recordado se lo había encontrado comiéndose resuelta y ausentemente el postre con una mano, mientras apoyaba la cabeza en la otra y el codo en el segundo plato, unas lonchas de carne en rollo nadando en una densa grasa, que ni tan siquiera había probado. Esa imagen convenció a Armand de que el sujeto tenía unas inexcusables cualidades de colgado y concluyó que si bien era peligrosamente estúpido, al menos también era lento.
Sin embargo, en cuestión de estrecho contacto con el mundo real, había otro que parecía superarle. Un ejemplar rubio, algo más voluminoso que el resto, de morros salidos y babeantes, grandes y adormecidos ojos y una circunferencia de cráneo más que considerable. Con todo, recordaba a un famoso pájaro amarillo de dibujos animados. Si todo el tiempo que pasaba en su aparente estado de semi-catatonia muscular lo hubiera estado dedicando a madurar ideas medio sofisticadas, pensaba Armand, aquel crío debía de acabar siendo un intelectual. Pero no. Éste al menos era inocuo, además de lento. Como máximo proveía de alguna escena inspiradamente absurda, como el día que confundió el plato de postre sucio con la silla, cogió la silla en volandas y, en vez de ponerla en su sitio, con los demás platos de postre sucios, la tiró a la basura. Después permaneció azorado ante la visión de la silla, que no cabía en el cubo de la basura, comprendiendo remotamente que algo fallaba por allí.
Un peligro bastante mayor para el sano orden del protocolo diario era un engendro retaco y callado que sostenía una expresión de atención continua ante todo. Aquel instigador con ciertas dotes para la retórica populista estaba presente en todos los fregados, aunque rara vez los iniciaba, para ello no tenía seso. Lo más inquietante era su imagen física, puesto que los pelos desgreñados, los ojos saltones y el buzón que tenía por boca le recordaban a Armand a las víctimas de la técnica jíbara de reducción de cráneos, más contando que el suyo tenía el tamaño de una pelota de golf. Por ello, y por vislumbrar en él una pizca de inteligencia aplicada, le daba cierto yuyu.
Por otra parte, aún y con las grandes cualidades apuntadas, los ejemplos contados se veían eclipsados ante el genio creativo del auténtico sucesor de Calígula para los tiempos modernos. “Denle unos años...”, solía decir Armand en tono profético. En otra perspectiva, también podía recordar a un medio humano, de anárquica estupidez, rescatado, de entre los tiempos, de alguna tribu de rubios queruscos iletrados y visceralmente destructivos. Realmente, aquello representaba un ejemplo magnífico de cómo un sistema educativo, por concienzudamente sabios que sean sus planteamientos, siempre se encontrará con algún subproducto con el que sea incapaz de tratar. “Aquello” no tenía control, es decir, no se regía por ninguna suerte de ley constante o medio racional, solo erraba por el espacio-tiempo con su lerda sonrisa y sus gafas de topo, contagiando la imbecilidad a sus coetáneos. No se podía dialogar con él y, puesto que tampoco podía tocársele, nunca daba la impresión de haberse enterado de nada. Juzgaba con el mismo interés un susurro que un salvaje grito de reprimenda en su misma oreja. Su mundo no tenía orden estructural y todo lo que caía en sus manos tenía un futuro incierto. En la mesa arrastraba a los demás comensales a experimentar con la textura de las comidas y con vías alternativas al uso de cubiertos. En un corto espacio de tiempo, Armand lo había visto organizar un pequeño depósito de desechos orgánicos entre los libros de recreo que había en su clase, comerse los distintos platos a puñados, incluida la vichyssoise, y devorar tranquila y despreocupadamente un surtido de frutos secos variados que había sido confeccionado por toda la clase durante los estudios temáticos del pasado trimestre y había quedado, hasta ese día, en orgullosa exposición.
Éstas, ya de por si, eran unas magníficas razones para abocar el destino formativo de toda la clase a un fracaso irredimible. Pero había otras aún más acuciantes: las niñas. Igual de anárquicas e ingobernables que los niños pero con motivos concretos, a su vez anárquicos e ingobernables. Las niñas tenían la capacidad de poner el complemento de inteligencia que hacía falta para encauzar la lunática creatividad de los niños, creando, en adición, tumultos más siniestros, más populosos y de mayor alcance que cualquier otro.
Eran ellas, las más de las veces, las que motivaban los enseñamientos de sexos por debajo de las mesas en que se sentaban a comer y que siempre terminaban en alardes de exhibicionismo a varias bandas. Ellas reconocían muy remotamente que había algo impúdico en ello y que, ante tal actitud, la confusión y el desconcierto cundían entre las filas de adultos. Armand en concreto tenía por costumbre desaparecer raudamente de las escenas en que se cometían tales irreflexividades. También fueron ellas las que encontraron digno de exploración empírica el patrón de reacciones físicas de un jilguero, que supuestamente debía ayudar a instruirles en el respeto y dedicación que exigían las cosas vivas, ante los gritos polifónicamente desaforados de toda la clase en coro. Al poco tiempo de ello el jilguero apareció cadáver en su jaulita y tenía una expresión en los ojos y el pico que parecía querer dejar constancia de una muerte horrible, en que su delicado y harmonioso sistema nervioso se habría colapsado al completo.
Como no podía ser de otra forma, también fueron niñas las principales implicadas que hubo en una fuga de tres de ellas al exterior de las instalaciones del colegio. En un alarde de confianza y autonomía habían decidido escapar a las frondosidades del algún parque público para fundar una república puero-gineica independiente, que serviría de base para el posterior rescate de las demás socias del club “Princesitas de la muerte”. Por fortuna, las líderes espirituales del movimiento fueron interceptadas en el curso de esta expedición fundadora cuando, viajando por la red de autobuses públicos, no pudieron escapar a la mirada escrutadora de una verdulera de 60 años que las vio fingir ser acompañadas por varias personas sucesivamente y que, después de abordarlas, les encontró en el bolsillo unos esquemas para un plan de asalto a una tienda de chucherías. Gracias a estas medidas contrarrevolucionarias espontáneas, el colegio pudo evitar el juicio por lo penal.
Ante este tipo de “gracias” por parte de los pequeñines, a menudo a Armand le daba por pensar en Nietzsche y sus apologéticas odas de celebración del vitalismo más instintivo e irrefrenado y, particularmente, de su reivindicación de la metáfora de los infantes como los portadores de su más genuino exponente. Le habría causado un enorme deleite contar con la anacrónica posibilidad de encontrarse personalmente con el gran pensador, comprobar cara a cara la vigencia de estas ideas y, acto seguido, proceder a encerrarlo en una habitación sin ventanas con seis o siete de los pequeñines por él seleccionados. Al cabo de una hora de tenerlos ahí juntos abriría una rendija de la puerta para echar dentro un chupachup, un bote de laca en spray y un mechero con el seguro roto. Entonces se habría deleitado oyendo gritar de desbordamiento al resoluto filósofo prusiano, agonizando entre un caos que no levanta dos palmos del suelo, y cagarse en Schopenhauer y la madre que parió al vitalismo.
Por otra parte, aún contando con el circo que se desenvolvía diariamente ante sus ojos, se podría decir que Armand había conseguido imponerse una cierta estabilidad de temperamento ante el normal caos de su trabajo. Conocía bien los desajustes que se podía encontrar rutinariamente y, ejercitando la actitud mental adecuada, podía enfrentarse a ello con la flema y mantener el enconamiento abierto con las hordas bárbaras bajo coto. Pero todo absolutamente, y esta frágil estabilidad en especial, cambió drásticamente el día que “la pija” irrumpió en su vida, con una sonora patada en la puerta de su serenidad. Desde el principio un mal augurio afloraba en su mente avisándolo de la “disrupción cósmica” que aquello significaría para la tranquilidad de todos. Pero trágicamente, en ese momento decidió prestar oídos sordos al pesimismo.
De hecho, una cierta amargura se reavivaba en Armand cuando recordaba como al principio de la andadura de “la pija” en el Charlemagne, y haciendo mofa de sus propios vaticinios, se había cachondeado públicamente de esa nueva presencia, afirmando que hasta sería “malévolamente entretenido” tenerla por ahí formando estúpidas e inofensivas charlotadas. Pero toda charlotada deja de ser inofensiva cuando a uno le implica en determinadas formas, o cuando estas se suman y se juntan para formar un “continuo de subnormalidad”. Esto es lo que pensaba Armand ahora, después de ver a “la pija” en acción durante algunas semanas.
Ella, en si misma, tenía lo suficiente para ser considerada una especie de estereotipo andante: rubia, refinada hasta la náusea y, en fin, con el tono nasal y las maneras sin las cuales no hay pijo que valga. Cada vez que hablaba, incluso las veces en que la charla era banal o bien funcional y no requería evidenciar ninguna de las ideas sobre el mundo que poblaban, escasa y quijotescamente, su cabecita, Armand obtenía un recordatorio sintético y fulminante de su personal conclusión al debate “por qué el mundo siempre será una mierda”. Hay que decir, también, que en una relación en la que media una animosidad tan grande en alguna de las partes suele requerirse de dos personalidades fuertes o muy características para que cunda la refriega, en este caso se encontrarían una de gran finura observadora y algo excéntrica y otra decididamente estúpida.
Ante todo, Armand era un animal de costumbres y lo que menos deseaba era una guerra abierta que hiciera de su entorno laboral algo inestable e imprevisible. Además, ya estaba acostumbrado a tratar con lo que él denominaba “burgueses recalcitrantes” y aún con los “idiotas”, primero en el sentido etimológico y después en el vulgar, y, en principio, “la pija” no tenía porqué exceder la combinación de estas tres categorías. A pesar de ello, no le resultó nada fácil adaptarse a los particularismos de su forma de trabajar y habría tenido que admitir su capacidad para sorprenderle.
“La pija” mostraba un nulo sentido de la profesionalidad. Estaba al cargo de una treintena de niños de cinco años a los que trataba como si fueran cachorros de panda con un coeficiente intelectual de 180, ignorando así al pequeño cabroncete irrefrenable que crecía dentro de cada uno de ellos, con contadas excepciones. Con esto por base, y junto a su personalidad abstraída y volátil, conseguía retrasarse en la realización de cada pequeña tarea de las que conformaban su rutina, esto obligaba a los demás monitores a permanecer atentos a lo que se dejaba por hacer y, en consecuencia, a retrasar la suya propia y, todo junto, como las olitas que se forman en la superficie de un estanque, se propagaba hasta el duro y estipulado “procedure” del staff de limpieza y de Armand en concreto.
Aún y con estas “afrentas” a su tranquilidad, Armand podía haber sobrellevado la situación si no hubiera tenido que mantener un trato personal con ella. Era entonces, cuando los problemas tenían cara, cuando le era difícil controlar su ansias de paladinesca y, a veces, incomprensiblemente absurda sed de venganza. En este apartado “la pija” tampoco defraudaba. Se conducía en medio de una aureola de dignidad aristocratizante y trataba a Armand de una forma paternalista, como si el hecho de trabajar en la limpieza le exigiese el tipo de castración intelectual que, de hecho, él le atribuía a ella. Además tenía la fea costumbre de inmiscuirse groseramente en los momentos en que Armand se solazaba conversando con otras monitoras que, al contrario de ella, no tenían un encefalograma plano. Esto constituía también una amarga molestia, pero lo que más erizaba el vello de la nuca de Armand y le ponía el odio a flor de piel era su costumbre de tocarle, de ponerle una mano en el hombro, cuando tenía que pedirle algo, como cambiar la bolsa de la basura o limpiar algún desastre gastronómico-intestinal, cosas que él hacia a diario. Esto le desagradaba en especial por verlo como parte de todo su universo de artificios femeninos pijos, destinados a conseguir que el mundo baile a tu son, como lo eran los vadeos inconscientes de cabeza, los contoneos al caminar o la risa fingidamente gutural. Pero este era un tipo de persuasión que no funcionaba con los niños que tenía bajo su supervisión, ni tampoco con Armand, a quién le despertaba, más bien, una especie de neblinoso orgullo proletario con forma de arma arrojadiza.
Aún y así, empero, los patrones de vida laboral conservadores dictaban a Armand lo desaconsejable de “arrojar el guante” hacia un monitor. Por ello, durante aquellos primeros meses de curso se autoimpuso la actitud del antropólogo sorprendido, observador y juicioso pero manteniendo siempre la distancia y el afán descriptivo, meramente.
Aquellos fueron meses en los que vería de todo. No sólo vio muchas veces confirmada la falta de profesionalidad de “la pija” sino que también constató una ausencia total de capacidades y vocación para cuidar o hacerse cargo, lo que los ingleses llamarían “to rise”, de algo más complejo que una planta de plástico sin volverlo un ser egocéntrico e imbuido de un hedonismo sociópata. Había momentos en que una llamada a su teléfono móvil le hacía olvidarse por completo del mundo circundante de amenazas infantiles para plegarse a los cacareos y grititos de roedor propios de una conversación entre pijos. Los niños habían llegado a asociar heurísticamente el sonido polifónico de “I want it that way”, de los Backstreet boys, con el vacío de poder y la anarquía. En esos momentos se entregaban despreocupadamente a sus depravados instintos, amontonando comidas varias debajo de las mesas, levantándose de sus asientos para animar alguna reyerta simplista con un compañero o fugándose a los lavabos, simplemente.
En otro abanico de situaciones en las que algo se rompía, por ejemplo un plato, “la pija” formaba un cordón de seguridad alrededor de la zona de impacto y obligaba a sustituir todas las viandas a una radio de dos metros, con lo que Armand tenía que afanarse a trabajar ante un anfiteatro de miradas divertidas y contentas de escurrir el bulto con alguna mongolería. Mientras tanto “la pija” acostumbraba a aprovechar para recomponerse del trasiego, hacer uno de sus “chequeos de imagen” y observar a Armand con una sentida expresión, como la de alguien que asiste a la retirada de un cadáver en un accidente de tráfico.
En una ocasión concreta de las primeras semanas, cuando la opinión de Armand no estaba tan formada, se había podido comprobar el calibre de la trágica ineptitud en ciernes. La tutora de las catacumbas educativas que era la clase C había conminado a sus pupilos a abandonar sus mesillas y permanecer pacíficamente sentados en el suelo entretanto Armand iba disponiendo sus entrenadas artes para convertir el aula en un comedor. En un momento dado la profesora había abandonado la clase para ir al lavabo o algo, a coger aire habría sido perfectamente comprensible, y durante ese lapso de tiempo llegó “la pija” y asumió sus funciones. Cuando ésta hizo su entrada el resorte del caos se disparó automáticamente y advinieron los gritos, las carreras y las peleas. Armand restó iluminado ante la imagen del jíbaro amontonando libros para acceder, con ocultas intenciones, incluso para sí mismo, al acuario que ocupaba el lugar del jilguero difunto, de una camarilla de niñas desplegando muñecos para representar alguno de sus esquemas de dominación megalómana y del querusco, que se las había ingeniado para colgar la bata en un perchero sin quitársela, y ya empezaba a ponerse morado y a ahogarse entre risas lerdas. Entre todo esto “la pija” se dedicaba con tesón a la tarea de enfundarse y arreglar la caída de su batita de enfermera.
Alarmada por el follón que se estaba gestando, la profesora regresó a la carrera e irrumpió en gritos de reprimenda por el mal comportamiento mostrado y los niños comprendieron que habían cometido un error de cálculo. “La pija”, detectando esforzadamente que aquella era una situación educativamente relevante, se sumó con timidez a la postura de bronca de la profesora, adquiriendo una mirada que bien podía ser de enfado o bien de extrañamiento. En ese momento la profesora se giró y advirtió la presencia de “la pija” por vez primera aquél día. La profesora estaba estupefacta de que los niños se hubieran desmadrado de aquella forma y comprendió que no era el vacío lo que los provocaba, sino la presencia de “ella” en el aire. Ante el silencio el barullo estaba creciendo de nuevo.
Al advertir esto la profesora se apresuró a recoger sus cosas para salir de allí lo más rápido posible, sin poder disimular, ante la mirada de incrédula incriminación de Armand, una expresión de cobardía y temor comadrejesco.
Todo esto es lo que hacía falta para que entre Armand y “la pija” se formara un abultado choque de identidades. Aún y con ello, aquél espíritu conservador, el miedo al ridículo en el combate y, por qué no decirlo, también el sentido común y la sensatez, lo refrenaban a emprender acciones más decididamente belicosas. Así, en aquellos primeros meses la convivencia discurrió entre este ambiente de calma tensa, de observación y refrenamiento por parte de Armand, y de anodina ignorancia por parte de “la pija”. Para entonces se habría comprobado que para que se sucediese la guerra abierta haría falta algo más, haría falta un detonante.
Durante un fatídico y lluvioso día de noviembre una inocente y anodina chispa de rubiedad prendió la mecha de Armand. El escenario fue el vestíbulo que daba al montacargas, donde confluían los accesos a las cuatro clases que estaban bajo su cuidado. Allí se recopilaba todo el material que pasaba por las pequeñas y corruptoras manos de los angelitos, en una enorme estantería rodada que después se trasladaba al lavadero a través del montacargas. Al ser un día de lluvia los niños se encontraban presos de una infalible y siempre inoportuna excitación y todo se retrasaba. Armand casi se dedicaba por completo a las medidas de contención de desastres en la clase C, cuya capitana nominal era “la pija”, y aquel día, como en tantos otros, ella también se sumaba a la amorfa entidad enervante. A pesar del crispante trasfondo de gritos de los que no dejan ni oírse los pensamientos, ella permanecía sumida en una gran preocupación por la viabilidad de un cóctel al aire libre que tenía programado para aquella misma tarde. Por causa de esto estaba abstraída en su mundo pijo y con la mirada perdida entre las cambiantes, aunque persistentes, nimbosidades. Ante esto, Armand permanecía al tanto, ocupándose de azuzar a la disciplina a los más dispersos de los cabezudos, pero ya se estaba cansando de no observar mejora alguna derivada de sus esfuerzos.
Entonces se retiró a la puerta del aula para evitar por unos instantes la nube de hedor que se genera en un corrillo de treinta niños parcialmente ocupados en tareas gástrico-fisiológicas varias y, al darse la vuelta, observó como el querusco, borracho evidentemente de la atención que le prestaba el reducido auditorio de su mesa, agarraba un puñado del revoltillo de huevos con ensalada verde en que consistía el segundo plato, lo alzaba con desdén y lo dejaba caer al suelo con una risotada. Armand disfrutaba morbosamente de aquello y ya hacía uno de sus ejercicios de ventilación previos a toda bronca desgañitante cuando intervino “la pija”. Ésta, cansada de la mala perspectiva meteorológica, se giró y, con una expresión contrariada como no se le había visto en el “Charlemagne” hasta entonces, anduvo los metros justos entre las mesillas para acabar pisando el revoltillo que el querusco había tirado al suelo. Al verlo, Armand se contuvo para observar cual era su reacción. Al parecer, entender lo acontecido le tomó unos segundos, después lanzó una mirada a aquella encarnación de la estolidez con gafas de topo que era el querusco y empezó a recriminarle el haberle manchado los zapatos. Armand escuchó incrédulo como “la pija” obviaba todo comentario acerca de la cuestión de tirar comida al suelo y se centraba con ardor en el contratiempo que iba a ocasionarle el tener los zapatos manchados el resto del día. Ante ello, el querusco la observaba con cierta expresión de no entender o entender a medias y Armand tanto lo mismo. Al final, el querusco fue conminado a escribir veinte veces “No atentaré contra la indumentaria ajena” antes de seguir con la comida.
Después de presenciar aquello, Armand prefirió abandonar el aula por un largo rato. Pensó que, aún descuidándola y comportando esto el acabar más tarde de lo habitual, al menos no sufriría una crisis frenológica derivada de los disgustos encadenados. De modo que se fue junto al montacargas, dónde encontró a una de las monitoras, la de la clase B, manipulando vajillas diversas. Le gustaba charlar con ella distendidamente y, en la medida de lo posible, sin injerencias externas. Discutieron un rato acerca de las circunstancias particulares de aquél día. La clase B no escapaba a la regla que clasificaba todo producto educativo del colegio bajo la etiqueta del “riesgo sociopático”, pero se demostraba cómo bajo la férula de alguien competente y con iniciativa, como era aquella chica, la situación podía hacerse soportable, al menos. Por contraste, ella constituía una prueba más de las incapacidades de “la pija”.
Según le comentó, un cierto nerviosismo había cundido también en su clase aquél día, en todos excepto en Tarik, el chiquillo de origen norteafricano que, aún y teniendo sus puntos innatos de salvajismo comunes en la clase, no se dejaba llevar nunca por sentimientos de histeria colectiva ante una autoridad reconocida. En estas giraba el diálogo cuando “la pija” emergió de su aula, aún con la cara enfurruñada.
- ¿Qué habláis? – Preguntó abiertamente, como siempre impávida ante la posibilidad de interrumpir algo abruptamente. Los interlocutores reaccionaron con cara de circunstancias.
- Pues... hablábamos de Tarik. – Dijo Armand al final. – Es curioso como... -
- Ah, sí el chico argelino éste... – Le interrumpió “la pija”. – ¿No resulta horrible que hasta en el colegio le obliguen a no comer cerdo sus padres...? – Añadió como comentario sustancioso.
- Bueno... – Empezó a embarrarse Armand. – Digo yo que son esas sus costumbres y que a algo tendrán que agarrarse para... -
- Oh, y el asunto este de las “cuotas”... – Interrumpió de nuevo “la pija”. – Esto de que nos obliguen por ley a acoger a un cierto número de “ellos”... es tan..., no sé... tan horrible y segregante.... – Al decir esto usaba lo que para ella debía ser una postura erudita.
- ¡Joder! Lo que sería “segregante” sería que los dejaras meterse a todos en el mismo puesto chungo y depauperado, ¿no?
Armand no sabía del todo como manejarse, con sus argumentos bien construidos, enfrente de la irracionalidad con patas y cargada de tópicos que tenía enfrente. La otra monitora los miraba a los dos con expresión divertida.
- No se... yo lo que creo que es horrible es que metan aquí a estos niños a sembrar la anarquía y sus costumbres... ¡nuestros niños tampoco se merecen esto! -
Ante esto la monitora expulsó una risita incontenible de su interior y después disimuló aplaudiendo, como si aquello fuera una farsa de mitin político. Armand, por el contrario, no se lo estaba tomando por la vertiente humorística y le producía un cierto ardor de estómago el que se estuviera esgrimiendo lo de la inmigración en referencia a la mala salud de la educación en occidente. Armand siempre se tomaba las cosas con un cierto exceso de extrapolación. Después de unos tensos instantes, al fin pudo articular palabra de nuevo.
- Verás... – Empezó, mirándola gravemente. – Yo en ningún caso me meto en el debate de quién educa mejor a su descendencia, pero es evidente para cualquiera que al menos Tarik es capaz de refrenar sus instintos exterminadores para concentrarse en algo... escrito, por ejemplo. No se... tal vez sea una cuestión del azúcar, entre otras... – “La pija” lo miraba con extrañamiento.
- ¡Ja! Pues vaya... resulta que eres el “amigo del pueblo”. – Añadió jocosamente.
- No, yo... – Dijo Armand con cierta molestia, pero aquello volvió a interrumpirle.
- No, no... Si está muy bien... quiero decir que no me opongo a eso... – Dijo ella con un tonillo que parecía anunciar alguna bufonada pija final – Al menos te vistes como uno de “ellos”... ¡ja ja ja jaaa! – Se rió, y después le puso una mano en el hombro.
En ese instante Armand se quedó congelado por el glaciar escalofrío de rabia que recorrió su cuerpo en dos oleadas distintas. No le cabía en la cabeza que aquella estúpida se hubiera atrevido a agraviarle de aquella forma aún sin darse ni cuenta, puesto que aún se debatía entre sus aspavientos de guateque y su risa social, ingenua como siempre. Parecía que se estaba animando a su costa.
La monitora de la clase B lo observaba todo con los ojos muy abiertos, siguiendo los devaneos de jocosidad de “la pija” pero apercibiéndose al mismo tiempo del sonido de rechinar de dientes que provenía de la mandíbula de Armand. Para él, aquello era bastante. Una cosa era sufrir en silencio un mal interior, como sucede con las hemorroides, y otra muy distinta que la ignominia y el cachondeo se extendiesen al ámbito de lo público. Más aún, aquél engendro de feria había osado ponerle en ridículo a la vista de una hembra normal y encima si la hubiese tildado de tuercebotas, en respuesta, el que hubiera quedado como un ser cuadriculado y sin humor habría sido él. No, se había ido demasiado lejos, aquello exigía tomar una determinación. El orgullo y la decencia debían ser restablecidos, no de forma abierta y directa, pues esto no habría sido comprendido cabalmente por el mundo, había que obrar con el soterramiento y la persistencia de un arroyo subterráneo, uno, sin embargo, con la suficiente mala leche como para erosionar sibilinamente a la montaña y provocar, finalmente, su derrumbamiento y que su estupidez quedase en evidencia delante de los demás valles y collados, o algo así...
A partir de ese episodio, la idea de la “venganza restitutiva” pululaba insistentemente por la cabeza de Armand. Realmente, cuando algo trastocaba, ni que fuese nimiamente, el equilibrio simbólico de su mundo interior podía llegar a obsesionarse y debatir, consigo mismo, sobre las posibles causas y soluciones de ello hasta la saciedad y, en este caso, pasó semanas dedicado a la observación y posterior elucubramiento sobre los puntos flacos explotables de “la pija”. En verdad, nada de lo que sigue hubiese llegado a acontecer si Armand hubiese sido capaz de transigir en el asunto de su afrenta, pero aquello no podía ser, los instintos habían sido despertados y todo lo que era Armand para sí mismo estaba, ahora, en aquella mano vengativa y redentora. También podía pensarse que en el contacto entre aquellas dos personalidades acérrimas que era cada uno de ellos tan solo se podían generar que perturbaciones, o tal vez fuese la particular idea que el tenía Armand del “honor” lo que movilizaría toda la animosidad que estaba por descontrolarse.
Al cabo de todas estas semanas, empero, Armand seguía sin haber hallado una solución de venganza lo suficientemente cruda pero que tampoco dejase posibilidad a la interposición de una demanda formal. Además de esto, también estaba preocupado por que el acto revistiese un cierto estilo y finura que acabasen de darle, a todo junto, el corte magnánimo de una soberbia lección de modales. Con esto en mente pensó en tirarle tinta o alguna salsa encima de alguno de sus modelitos, pero esto resultaba basto y un pelín demasiado autoincriminador. Después se lo ocurrió la treta de esconderle su batita en algún recoveco y esperar a ver como cundía el caos, pero esto representaría más una molestia tonta que no tendría el verdadero carácter de una venganza. Entonces pensó en montar alguna trampa para que se quedase encerrada en un lavabo. Aquella era una bella perspectiva: imaginar su cara de agitación, el mareo producido por aspirar sostenidamente los vapores de tantos orines fuera de la taza, los grititos pidiendo humillantemente ayuda... Pero no, aquello resultaba un tantín tópico y, en sus magnas cavilaciones, Armand había llegado a aspirar a algo un poco más sofisticado. ¿Tal vez una incisiva y malintencionada caricatura anónima de ella colgada junto al armario de monitores de la planta principal? No, aquello también era tópico, tópico y pueril. Sin dudarlo, los niños tenían que ser un componente de su plan pero... ¿como conseguir de estos que actuasen de la forma esperada en el momento esperado? Con ellos todo ocurría por una especie de causación química, incierta y estocástica. Habría que andarse con pies de plomo.
Después de unas pocas semanas más y a pesar de lo alto que volaba la maquiavélica imaginación de Armand, o quizá precisamente por esto, el plan maestro, lo suficientemente fino y lo suficientemente punzante, seguía sin aflorar en su mente. Ya se estaba sumiendo en la desazón que le habría llevado a olvidarse progresivamente de todo aquello, para bien de todos, pero un capricho de los hados quiso que, un determinado día, una absurda y penosa situación le diera la idea que serviría para poner en marcha, definitivamente, su plan de acción.
Era un día cualquiera y Armand disponía los enseres para la comida en aquellas mesitas enanas distraídamente. “La pija”, en un esfuerzo hercúleo de iniciativa pedagógica, había tratado de aplacar los ánimos de los pequeñines captando su atención entorno a un calendario chino que le habían regalado en una charcutería. Para ser justos, hay que decir que la jugada funcionaba todo lo bien que habría podido, logrando congregar la atención de alrededor de la mitad de la clase. Los demás erraban por cerros transplanetarios, como tenían por costumbre. Después de explicar las particulares diferencias entre el calendario chino y el gregoriano, ésta pasó a concentrarse en la circunstancia de que cada año correspondiese a la influencia de un animal y sus cualidades mitológicas y que “si tu habías nacido en el año del pato, pues tu eras un pato, y si habías nacido en el año de la mosca, pues eras una mosca”. Esto parecía provocar un atisbo de ingenuo y auténtico divertimiento en los niños, que disfrutaban con los límites del equívoco, en una de las pocas veces que Armand los vio al borde del éxtasis sin que mediase alguna energía destructiva por ahí.
El sano jolgorio hasta se expandía y alcanzaba a los “outsiders” más garrulos, cuando estos eran preguntados acerca de si eran este o aquel otro animal. Hasta el querusco parecía deleitarse con lo que para él era, innegablemente, una asociación de ideas filigranera. Ante el creciente jolgorio, tan solo una niña parecía como apartada de toda la excitación, a una cierta distancia del grupo, sola y con el ceño muy fruncido. Parecía empeñada en dilucidar un dilema de profundidades insondables.
- ¿Qué te pasa Natalie? – Preguntó envalentonada “la pija”, al ver que su treta docente surtía algún efecto positivo en toda la clase salvo en ella. – Si hay algo que no entiendes... – En realidad estaba borracha del éxito y si la niña le hubiera salido con la más mínima duda acerca de la trascendencia teológica de tener a un animal por principal protector ella habría saltado en defensa de las sanas concepciones antropocéntricas del cristianismo más castizo, que para ella era el único prisma interpretativo adecuado. Una “broma era una broma”, pensaría, “pero tampoco haría falta pasar por ser la comehierbas del colegio”.
La niña se lo pensó un rato, denotando que efectivamente había algo que la inquietaba.
- ¡Vamos hombre! Si no me lo cuentas no podré ayudarte... – Insistió.
- Mmm... bueno... – Pareció conceder la niña, con cierta severidad en su tono. - ¿Tu en que año naciste? –
La pregunta cogió por sorpresa a “la pija”.
- ¿Yo? ¿En... que... qué? ¿Por qué lo preguntas? – Fue la atribulada respuesta que le dio.
- Para saber que animal eres... – Contesto el trenzado angelito con fría lógica.
- Aah... - Se alivió ella. – Yo nací en... yo soy un... – Mientras buscaba en la parte baja del calendario lanzó una mirada en derredor y intuyó que Armand podía estar oyéndolo todo tranquilamente – Yo soy... una libélula, porqué nací... en el año de la libélula. -
Después de esto puso una expresión forzada de satisfacción, de haber aplacado las dudas en la audiencia, y plegó el calendario. La niña seguía con su expresión fruncida.
- No. – Dijo ésta secamente ante una nueva mirada proveniente de “la pija”.
- ¿No? – Respondió ella extrañada.
- No. – Repitió añadiendo un gesto con la cabeza.
- ¿Cómo que no? -
- No eres una libélula. -
- ¿Cómo que no? Si lo pone... ahí en el calendario. – Un rubor asomaba el las mejillas de “la pija” al decir esto. - ¡Sí soy una libélula...! -
- No, porque mi padre dice que eres una foca... -
En ese momento, con los rasgos faciales de la verdadera intriga, “la pija” volvió a sacar el calendario para buscar si el año de la foca correspondía realmente con los años que se estaba quitando para, al cabo de unos pocos segundos, comprender que no era a eso a lo que se refería la niña al citar a su padre. Para entonces, Armand cruzaba el aula al trote en dirección a la puerta que daba al vestíbulo, con tal de no estallar en carcajadas delante suyo. Sin embargo, algunos niños bloqueaban un acceso directo hasta ella y, zigzagueando entre ellos y las mesillas, Armand pasó un instante su mirada por encima de “la pija”, que había adoptado en su cara el tono violáceo de la vergüenza. Ahí fue cuando no pudo reprimir el sonoro rugido de una risotada nasal, se puso la mano en la boca y escapó a los lavabos saltando por encima de los niños.
Aquello solo podría haber representado una especie de retribución para Armand, un humorístico tributo a su enemistad con “la pija”, pero el asunto no se quedó ahí, fue la reacción de ella lo que se reveló ante Armand como un campo de suculentas posibilidades. Ella, en concreto, reaccionó con un radical sentimiento de ofensa ante una niñería sin mala intención, no dijo nada más en todo el día y durante el resto de la semana iba a mostrar una distancia cautelar respecto al hombre que la había visto caer estúpidamente en un simple juego de palabras. De hecho, Armand no sabía si era la ofensa propiamente dicha o bien la vergüenza lo que motivaba aquella reacción, pero este matiz era poco importante porqué, de una forma u otra, lo que residía detrás suyo en la cadena causal era, simple y llanamente, la vanidad. Armand veía ahora que la vanidad era algo lo suficientemente presente el “la pija” como para motivarla a la acción, ora de una pataleta, ora de cosas más interesantes, quizá. En cualquier caso, era algo con lo que trabajar.
Con aquello por base, las demás partes del sombrío cepo que Armand tramaba en su mente le fueron viniendo por si solas, como si un demoñillo menor se complaciese ayudándolo en tan perversos quehaceres. Primero, “la pija” era una vanidosa. Segundo, a pesar de las apariencias, era lo bastante cuerda para darse cuenta de que no había causado la mejor de las impresiones profesionales a sus compañeros y superiores y estaría atenta, todo lo atenta que ella podría estar, a alguna ocasión que le permitiera enmendarse. Ergo, ¿sería posible forzar una situación en que, habiendo azuzado los instintos vanidosos ahora conocidos, “la pija” llegase a lanzarse a una misión de redención pública? ¿Una misión que sin atisbo de dudas resultaría suicida en cualquiera de sus propósitos? De ser así colmaría la sed de venganza de Armand en todos sus negros apartados. Vaya, esto dependiendo de lo escénico que resultase el asunto y de cuanta gente lo viese. Dependiendo de un par de cosas más las expectativas podían ser rebasadas y tornarse en algo torvamente descontrolado. Una vocecilla interior advirtió de esto a Armand, pero le pareció una vocecilla prematuramente sermoneante y la ignoró. En realidad, todo dependía aún de muchas cosas, de una concatenación de ocasiones propicias de deberían darse en un orden concreto y aún no atisbado por nadie, pero Armand tenía una idea con la que comenzar. Al día siguiente de pensar en esto, pondría en marcha, como quien no quiere la cosa, su pérfida tentativa.
CGM.
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