lunes, 8 de noviembre de 2010

Hay sospechoso para el Salteador Pedante.

Hace seis semanas este rotativo prestó su desinteresada colaboración a las autoridades policiales en su esfuerzo por difundir la nota pública de alerta sobre las actividades del que se dio en llamar el “Salteador Pedante”. Como demostraron sucesivos acontecimientos, la alarma no era injustificada. 
Ayer, a escasos minutos del cierre de esta edición, el jefe de la policía anunció en rueda de prensa que se había procedido a la detención de Heraclio Furné, súbdito de la corona que rige en el país, como principal sospechoso de encarnar la figura que ha conseguido sembrar, él solo, una molesta desazón a lo largo, ancho y alto de sus tierras: la figura del “Salteador Pedante”. Las fuerzas del orden también informaron del amplio dispositivo desplegado con la intención de evitar un linchamiento del sujeto hasta que se compruebe bien bien si es quien se cree que es, dada la enorme y visceral animadversión que dicho icono se habría granjeado en tan solo unas semanicas. De hecho, la respuesta social no acaba aquí, puesto que hemos podido saber, de estrangis, que en las vistas preliminares que ya se han convocado, a toda prisa, pasando también por alto el principio de que la ley va lenta precisamente para evitar ensañamientos, la fiscalía pretende presentar los cargos de “vejación”, “conspiración para alterar el orden público” y varios de “homicidio” o bien “homicidio involuntario”, habiendo sido desestimados por falta de pruebas los de “terrorismo” y “asesinato masivo”. 
Un equipo que colaboró en las investigaciones policiales, formado por un psicólogo, un psiquiatra, un forense, un antropólogo y dos etólogos, logró efectuar una reconstrucción bastante elaborada del patrón de acción maléfica del criminal. Aún y así, los motivos que se le pudieran imputar no pasaron de las varias hipótesis, muchas veces en conflicto entre si. Es precisamente en este punto dónde estriba la dificultad de los leguleyos en imputar cargos, puesto que se ha demostrado que entender por qué al encausando le dio por hacer lo que hizo es una tarea complicada, por lo menos.
En resumidas cuentas, como ya sabrán los que hayan seguido los avatares del caso, el Salteador Pedante tiene por principal ocupación delictiva el cambiar piezas de textos impresos, normales, de la vida cotidiana, por otros que se les parecen mucho pero que ya han pasado, irremisiblemente, por su negra estilográfica. Con este cambiazo consigue que la gente lea sus materiales sin saberlo, esperando, seguro, algo más convencional. Con ello, uno pensaría que tal actividad no es más que una pequeña e inocua jugarreta propia de un artistucho incomprendido. Es al leer varios de sus escritos seguidos cuando la verdadera intención de las líneas se muestra orgullosa ante nuestras aterradas pupilas. Sus palabras conforman un profuso dechado de malsana morbosidad, depresivos hasta la nausea y que además de no entenderse no queda nada claro si, en realidad, hay algo que entender. 
Aún y así, con el tono divagatorio y la evidente renuncia a la coherencia estructural, el autor, al parecer, satisfaría exitosamente su propósito, que es el de usar estas piezas de textos como arma arrojadiza contra el modo de vida de occidente. Cuando a las gentes normales se les suelta una de las decadentes soflamas que conforman el repertorio del Salteador Pedante, a traición, con la alevosa intención de coger desprevenido al receptor, pueden causar una profunda conmoción, dependiendo de la entereza mental del sujeto. Es por ello que las primeros objetivos del maleante fueron exclusivamente pobres ancianos desvalidos. 
Pero ahora las víctimas potenciales ya no se reducen a meros “outsiders” del espectro poblacional de consumo y esto, naturalmente, recrudece mucho el dramatismo del asunto. Ahora cualquiera, al pararse a leer la fecha de caducidad de un flan, por ejemplo, podría encontrarse con uno de los mortíferos monólogos del Salteador Pedante. El carácter psicopático del individuo trasluce de estas palabras, que fueron halladas en un buzón usado como punto de observación, y que conforman el decálogo de la filosofía de sus acciones (hay que observar la parquedad del estilo, por el enorme contraste que genera con sus otros escritos, esto también es un signo de personalidad perturbada):





Decálogo axiomático-activista
· gente sólo lee por necesidad.
· discursos mediáticos acostumbran gente a juicios simples y claramente expuestos.
· gente espera encontrar mismos discursos simples en lo que lee por necesidad
· discursos complejos y con sustancia generan en gente una acusada sensación de malestar
· gente evita discursos complejos y con sustancia.
· posibilidad de incursión de ataque en este punto; gente que espera encontrar discursos con juicios simples y claros. 
· Iluminación se produce a través de una exposición mayéutica a la barrocosidad de las palabras.    







Con la intención de explotar concretamente este punto flaco de las costumbres informativas de nuestras sociedades, el Salteador Pedante administra sus textos sabiendo que lo primero que sobreviene es la confusión, propia de quien aún cree que está leyendo un prospecto de aspirinas, después uno se ve inmerso en un maremoto de empalagosos adjetivos, sórdidas metáforas y símiles y unas imágenes, en general, que exceden de mucho cualquier límite del mal gusto. En ocasiones, la gente, sacada de golpe de un confortante estado de estulticia, no es capaz de asimilar tales imágenes y entra en estado de shock. 
Pero los efectos, a gran escala, que toda esta frenética actividad de bandolerismo literario está causando tal vez se comprenda mejor efectuando una breve revisión de las correrías efectuadas por el indeseable, reiteramos, en tan solo unas pocas semanas, y viendo también algunos ejemplos de sus “obras”. Advertimos a todo aquel que sea mínimamente sugestionable y/o sensible que se desaconseja totalmente la lectura de más de un fragmento sin haber reposado y que el rotativo no se hace responsable de los desordenes que puedan ser causados por ignorar esta advertencia. 
Como ya avanzábamos, el primer método de asalto estaba pensado para atrapar a ancianos desprevenidos. Con esto en mente, el Salteador Pedante repartía por líneas de autobuses municipales, especialmente escogidas, una serie de falsos folletos de medicinas y de bingos. Estos empezaban con atractivos y alegres anuncios en que aparecían ventajosas ofertas y, claro, los pobres ancianos seguían leyendo. Amelia Juan de Porres, estando en compañía de su hija y mientras surcaba el asfalto que recorre el veintisiete, sufrió una apoplejía fulminante en el mismo instante en que acabó el siguiente pasaje:


...tantos esfuerzos con fines vacuos, por la razonada minuciosidad de su convencionalismo y atenazante anomia. Tanta impureza dándose codazos entre si. “Andando se llega al retiro”, decía un sabio que vivía en un descampado de mi barrio, siempre con su inquebrantable valentía y sus eternas compañeras, las moscas. Ahora lo veo más claro que nunca, el retiro brinda la “fuite-en-avant” que es la salvación, una mangnificente y barroca rebelión de uno. “Vivo sin vivir en mi. Y tan alta vida espero, que muero porque no muero...”. Tanto se ha perdido en las expediciones a las profundidades del alma para tratar de encontrar, cosa que nunca sucedió, un sentido ulterior para su existencia. No, nada. La vida es un río y todos los ríos llevan al mar que es el morir. Y ante esto claudicación por un instante, vil y arrastrada se nos presenta la figura que sentimos como propia ante el vencedor foráneo, que impone sus leyes, sus costumbres, sus gobernantes y su marca de cacao en polvo. No, nada. Eso tampoco ocurrió. No, nunca. En la justa medida en que no ocurrió, a dos-mil kilómetros de allí, dos años antes. Absurdo. Absurdo, absurdo y más absurdo. Ese es el mapa general de las hercúleas fuerzas cósmicas que atormentan a los palurdamente curiosos, que no dan para comprender la enormidad de su orbe. La negación lleva al absurdo, lleva a plegarse al absurdo como el inveterado orden que se da en llamar la realidad. Después del cínico y burlesco retiro llega el más exultante y perruno compromiso con la negación de todo, hasta de uno mismo. A partir de entonces queda la confiada quietud que sucede durante los extáticos momentos de la vida plena: retirada, absurda y que no es nada. Ahí se puede dejar fluir las delicadas vibraciones que conforman nuestro ente, en un continuo espiral de etilismo, dicho esto en el sentido más amplio y extrínseco que el dios vikingo Loki pudiera imaginar en un día de ayuno. Discurre la vida entonces entre la corriente de aquellos que marchan telúricamente hacia la luz que nos ilumina y que no podíamos explicar. Al final todo tiene sentido, o eso parece.


El caso de la señora Juan de Porres será el más espectacular de esta serie, pero ni por asomo ha sido el único. Cientos de ancianos inmóviles y con la mirada perdida han sido recuperados, hasta ahora, de los transportes públicos, todos con una imperturbable expresión de gravedad y el folleto asesino en la mano. Se recuerda a los ciudadanos que estos ancianos están siendo almacenados en depósitos municipales y que es urgente que sus familiares vayan pasándose a recogerlos, porque ya se amontonan.
Después de sembrar un moderado caos en las redes de comunicaciones urbanas, lo cual le llevó unos pocos días, el Salteador Pedante empezó a pensar, según las informaciones brindadas por la investigación policial, en objetivos más altos. El siguiente fragmento, que se supone debía ser intercambiado por el programa del primer curso de los estudios de arquitectura y urbanismo de la facultad local y que fue encontrado en el mismo buzón de antes, revela la cantidad de referencias que despliega malvadamente el sujeto, con la aviesa intención de empequeñecer y descorazonar la inteligencia de aquél quien lo lee:


Ciudades esparcidas. Testimonios de un milenario y atronador canto de cisne que peina las llanuras, bordea las altas cimas para adentrarse en el mar y hacer un picado hacia sus profundidades. Asisto a una recepción informal del faraón en Menfis, para luego tomar el vermut en Biblos y asistir al alumbramiento de mi género pornográfico favorito. Cierro los ojos y transito por el barrio viejo de la primera Cartago, mientras vigilo de no pisar los bultos amorfos que forman ahora los niños arrojados desde las murallas en sacrificio. Hay que tener voluntad para aguantar eso. Sueño con Esparta y su firme moral, que produce un onírico y romántico encanto. Me descuelgo por los jardines babilónicos para después comer palomitas dionisíacamente, al tiempo que asisto a la poética caída de los muros de Jericó. Ya lo dijo Zappa: “no comáis la nieve amarilla”. Me deleito con la fatal e irreflexiva despreocupación de Pompeya y compró tres butacas para la serie de saqueos de Roma. Paseo, mientras converso con mitológicos interlocutores, en los nada académicos caminos de Eburaco y después me paso por Massilia a por un poco de placer sofisticado. Cabalgo rápido a través de Reims, Magdeburgo, Praga y Varsovia y, al final, me duermo en un cenagal donde acaba despertándome un ruso loco llamado Pedro, que quiere construir ahí su capital marítima y mi esterilla le molesta. Me mezclo entre las gentes durante el asedio británico a Nueva York, para ver a Washington corretear por Harlem, preocupado de recibir un navajazo y en Dresde me lo paso bomba.
Oh. Oooooooohhhh... son tantas y están ahora perdidas. No. No, Caractaco, noo! No te fies de los griegos que traen regalos... ni de los romanos que son peores. No claudiques ante Claudio ni te dejes sobornar por el fastuosismo irreverente del Aqua Claudia... y el champú. 


Aún y la manifiesta estupidez que se desprende del trasfondo de estas palabras a alguna lumbrera contemporánea le ha dado por afirmar que las actividades y los textos de este sujeto revelan “una sibilina sensibilidad y una necesidad de encontrar nuevas vías de expresarla, en un manejo de la minuciosa erudición que resultaría comparable incluso al estilo de Sebald”. Por lo visto, este tipo de gusanos no se dan cuenta de que mientras ellos encuentran su pervertido gusto en alguna sórdida forma de masturbación mental hay gente que está muriendo.
El paso, entonces, a acciones más abiertamente destructivas llevaron al Salteador Pedante a algún fracaso que otro. Trascendió a los medios el frustrado intento de cambiar el texto ganador de los juegos florales del instituto público Juan Ercano, titulado “Reyerta de navajas en los lababos”. Los estudiantes del reputado instituto fueron inmunes a los efectos sugestivos de la lectura, como dicta la leyenda de su barrio, y hasta tuvieron tiempo de augurar que el sombrío individuo que lo observaba todo desde una esquina era, probablemente, quién había robado el texto original y perseguirlo un rato entre gitanescas amenazas y vilipendios. Después de esto, el Salteador Pedante volvió a la senda de los éxitos, habiéndose apartado previamente de la de los estudiantes de cualquier género.
El siguiente objetivo cronológico del que tenemos constancia se ubica en una conocida red local de gimnasios, donde el Salteador Pedante procedió a introducir sus textos en los casilleros donde se guardan normalmente los programas de ejercicios. Al principio pocos prestaron alguna atención a tanta letra junta, pero cuando unos cuantos hubieron leído todo un párrafo animaron a los demás a los mismo, entre risas. Después, se sucedería la catástrofe, cuando la gente, entre sollozos y arcadas, empezó a manipular incorrectamente las máquinas, a revelarse contra la autoridad de los monitores y, aquellos más afectados, a correr de un lado a otro entre gritos y arrancándose jirones de sus licradas prendas. Un fragmento, aislado de otras partes peores, de lo que causó tales tumultos rezaba así:


Pasillos muertos en una construcción anodina fechada lo menos en ciento-cincuenta años. El mosaico de las baldosas, errúdeo, tañido por la erosión de tantos pies que se han arrastrado por él en todo ese tiempo, recuerda la sombría mentira de aquellos ganados para una causa en el mundo de las ideas. ¡Que asco! Deambulo un rato con mi batín a lo Noel Coward arrogándome ante la esencia de tan crispante sensación. Los pies desnudos parecen constituir un portal hacia otros tiempos, en que los retrógrados impulsos viriles camparan a sus anchas. Al final, consternado, corro buscando una mundana salvación en el butacón del salón. Allí observo que las ratas de la peste han hecho de esta habitación su cuartel general para futuras alejandrianas invasiones. “Si, algún día”, afirma muy convencida la que parece ejercer de cabecilla. Al parecer, en retribución a mis servicios, están dispuestas a hacer de mí su presidente títere cuando eso ocurra. Me río con gusto y me revolco por el butacón con epilépticas sacudidas y el regusto salado que lanza sus implacables latigazos a través de todo el carrillo, recordándome mi patética e inexcusable fragilidad con una risotada sardónica.
El tiempo se para y un impulso electromagnético invierte su corriente, lo cual me levanta, me sacude contra los muebles y me lanza furiosamente contra el suelo con la deliberada intención de dejar, tan sólo, un resto piltrafesco de lo que antes se dijo que era alguien. Entonces, en mi amorfidad, pienso, luego existo, pero no soy, o sea que aunque no soy pienso. Pienso en el desecho quejumbroso que ha quedado por siempre, desde que una parte de mi fuera arrancada grotescamente, pienso en los innumerables e innombrables coitos que se marcharon por el retrete, rindiendo suculenta metáfora, para la semilla de los de mi terrible calaña, a la verdadera inclinación con que cargamos; discurre en un río subterráneo de detritos que va a dar al mar. Ello me hace pensar de nuevo en Jorge Manrique. 


Hasta que las investigaciones policiales demuestren o no la participación de Heraclio Furné en los hechos nadie puede sentirse a salvo de los ataques del Salteador Pedante. El último fragmento que les exponemos es una parte inédita del texto que fue cambiado por el discurso presidencial a la nación que fue televisado el pasado viernes. Como recordaran, ante una abarrotada cuota de “share” (nadie se explica el porqué de esto), el presidente, acostumbrado a leer el “telepromter” mecánicamente y sin pensar en las palabras empleadas, declamó un buen pedazo del demoníaco discurso exaltatorio que era obra del Salteador Pedante. Así, el presidente mismo, sin saberlo, fue un utensilio en sus planes y provocó los conocidos disturbios de todo el fin de semana, en que la policía tuvo que efectuar numerosas cargas para dispersar a las erráticamente enfurecidas hordas de ciudadanos.
Así pues, el siguiente fragmento, de los más trabajados y de los que muestran mayormente la proyección política de las ideas del Salteador Pedante, debe quedar como un permanente recordatorio del peligro literario que sufren hoy día los ciudadanos de occidente, asediados desde cada vez más puntos y por ello expuestos a perturbadoras chorradas, obra de los más diversos y variopintos maníacos de todas las clases y credos.        

...sentado en esta terraza, seca, gris y árida, como mi motivación por un reencuentro con el espíritu de los hombres, observo la ciudad recortada contra un firmamento sin estrellas, que anhela su propia defunción. Las montañescas apilaciones de cemento y hierrajos tienen el mismo aspecto, cuando se las expone al retumbante hálito luz neónica de su profetizada decadencia, que los montículos de excreciones calcáreas que una colonia de anorreados insectos octopódicos hubiera construido con el paso de los siglos y la estupidez más intransigente, erigiendo un egregio y suntuoso monumento a la ociosidad del alma y a la desprovisión de esta de un significado en la tierra.  [...]
...cuando hasta la lectura y el pensamiento pierden su razón de ser... ¿Acaso alguien se atreve ahora a negar que la realidad de la vida no consiste en más que una serie de impulsos eléctricos que conforman nuestra perfecta ilusión de algo trascendente? ¿Acaso niega algún sabidillo que no se puede cabalgar sobre la aurora boreal, en un fastuoso carromato tirado por soberbias jacas alazanas y mientras nuestros lustrosos cabellos ondean al viento en una imagen de la más sagrada libertad? Todos los que así lo hacen conforman el apogeo de la más inquebrantable y sectaria reactancia en los dominios de la pequeñez. En si mismos producen la sensación de estar inmersos en un típico domingo en la playa, donde los anodinos desfilan con sus mentes débiles a por una ración inocularia de vitamina D y de fingida satisfacción. El sol, a mi, me quema los ojos hasta que me hace querer arrancármelos de las cuencas y el alud de mediocre felicidad se arremolina contra mi y me asfixia por no querer ser uno de los suyos; no, yo no... 
Yo he ganado mi pase para el purgatorio con el sacrificio y el modesto arrojo de mis actos... Yo acompañe en salvajes correrías universitarias a Heidegger, mientras él no paraba de decir: “vas a ver, va a ser la hosssshtia”. He discutido acerca de técnicas de flanqueo sobre posiciones artilladas con Sun Tzu y después le gané una partida al “Stratego”. También he charlado distendidamente en un café sobre el término “contrarrevolución” con Ortega y Gasset..., como bebimos y reímos los tres en aquella varonil velada. En un día de verano hice espeleología con Ken Follet, buscando no se que mierda, y al alba participé en un taller de trencitas bigoteras con el maestro F. W. N., sin haber merendado ni nada. 
A estas alturas, sin una sombra de duda habría deseado ver en el mundo una furia holocáustica, agresiva como un demonio, y con el genio creativo de un Franklin o, mejor, de un Mozart, para que desplegase impositiva su estética y gobernase caudillescamente sobre todos los ejércitos de esclavos del mundo, y componer de paso una versión pop del “Réquiem”. Entonces el mundo vería alumbrada su nueva y ansiada “jeunesse dorée” y todos los “geist” del mundo cabalgarían, libres y sin cadenas, por las verdes praderas de la libertad negativa. Pero, ¡ay!, al profeta verdadero le cuesta encontrar comprensión entre los que viven bajo el velo de la sorda, ciega, muda y coja estupidez. Hasta un capullo me llamó “nazi” por la calle, cuando me dirigía al súper, tan sólo por exhibir orgulloso una auténtica gorrita de cuero de la Schutzstaffel... ¡Cuanta torpeza!.  


                                                                                                                   CGM.



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