lunes, 8 de noviembre de 2010

"Cisma religioso; una cuestión de diseño"

El viernes pasado nuestra sección de economía informaba sobre el revuelo que causó en los mercados y las bolsas internacionales el anuncio del cierre por bancarrota de la marca de trajes inglesa Stepfast & Soomy. Dicha empresa había extendido sus participaciones a todos los rincones del planeta, constituyendo un mini imperio del textil solo comparable al formado por los voluntariosos, aunque un poco caros, fenicios. Por ello su caída ha provocado, dentro de su sector mercantil, lo que se ha denominado como un impasse, un bache o una depresión. Para algunos miembros de la secta de “Los Ángeles Especuladores”, se trató más bien del “ras” de 2015.
Sin embargo, lo que hoy motiva a desenterrar esta historia, olvidada hace horas ya, excede de mucho el campo de la economía. Al parecer, durante el embargo que las autoridades de tasación realizaron a las instalaciones de Stepfast & Soomy estas se incautaron de un archivo de cuentas que contenía, traspapelado, un paquete de correspondencia del aventajado artesano, comerciante y cofundador de la compañía Sir Walderton Stepfast con uno de sus clientes más fieles y apreciados: el monarca Enrique VIII.
Según se dedujo de la inspección de los documentos, siendo Enrique un hombre de gustos tan personales y de convicciones parejamente cerriles, lo cierto es que le costaría encontrar interlocutores que entendieran el tono de su discurso y, más aún, conectasen de cierta forma con la frecuencia de sus desvaríos. La intachable reputación de Stepfast con las tijeras y la sangre materna que corría por sus venas, proveniente de un grupo de cazadores-recolectores seminómada de las islas Orcadas, hicieron de él el candidato ideal para participar del conocimiento de las intimidades más excéntricas del monarca. De estos diálogos se han desprendido una serie de implicaciones asombrosas alrededor de la cuestión que lleva años motivando la controversia, las expediciones a antiguos archivos documentales y un sinfín de teleseries: ¿jugó realmente el tono de la indumentaria un papel clave en el desencadenamiento del choque de religiones que se produjo en Gran Bretaña a partir del siglo XVI?
En la interpretación de una fuente documental del calibre de la mencionada siempre se tiene que proceder con rigor, con tal de delimitar aquellos claroscuros históricos que, como también es el caso, muchas veces tienen la clave de la comprensión de fascinantes secretos. Una de las primeras dudas que asolan la mente al inspeccionar los manuscritos recuperados es acerca de la necesidad de los interlocutores de mantener un dialogo epistolar, a distancia, cuando de hecho se veían las caras varias veces a la semana. Esto se explica por la robustez del carácter de ambos, quienes, a pesar de disfrutar respectivamente de la fruición verbal del otro, no podían compartir un espacio cerrado sin intentar matarse.
Sea como fuere, el destino quiso a estos diálogos plasmados en papel, para que hoy revelaran claves desconocidas hasta el momento y levantaran la polémica. Particularmente, uno de estos pasajes, que citamos a continuación, tiene la propiedad de traslucir nuevas facetas de la mala relación entre Enrique VIII y el papa Clemente VII:

“...y te digo esto, estimado saco de pus, como se lo dije a mease Furbington hace seis jornadas... lo cantaría a todos los dominios de Eolo, a su propia cara y sin tener cuidado de los salivazos: no permitiré que ese usurpador, emisario fraudulento, rata almizclera con casulla, me dicte a mi, Rey de Todas las Inglaterras, como debo vestirme en mi propia corte. Menos aún consiento que tilde de impías unas mallas con relleno tan deslumbrantes y fastuosas como las que fueron arrebatadas al peligroso bandolero galés Eyymidgwrr Crasngylliennnwr.
Soy perfectamente capaz de comprender que dado lo reducido de la capacidad de discernimiento de los de tu clase y oficio, te sea difícil captar la enorme complejidad de la tesitura en la que me pone esa repugnante lamprea uretraria. No hay prenda lo suficientemente colorista, o de tan profusa cojonera, que merezca ser quemada en una pira de exorcismos como a mi se me exige, al menos ninguna que forme parte del vestuario de un rey. Yo, en cambio, en mi divina omnisciencia, sí alcanzo a vislumbrar que todo forma parte de sus artimañas para usurpar mi poder en favor de sus espectros recaudadores.
Pero las tierras, las rentas, los impuestos y el control moral del populacho me los paso por la punta de mi alabarda más insigne, ya sabes tú cual. Lo que no soporto es que la maldita alimaña rastrera se crea con derecho a juzgar la propiedad y el decoro de mis prendas. Se de buena tinta que en el último “concilio sobre el estado de la fe y el pecunio”, durante las conferencias y posteriormente también en el concurso de espaldas peludas, ese fantasma advenedizo no dejaba de rabiar por la sensación que habían causado esas mallas entre los asistentes y por que él, con esa túnica del grueso de una manta vikinga no puede permitirse tan esplendorosos recursos. Así, te digo a ti, estúpido engendro sin espíritu, que ese trasgo que mora en el Vaticano no va a robarme más protagonismo.Incluso he estado pensando en las formas de desembarazarme de esta sangrante influencia. Hasta ahora se me ha ocurrido formar una banda de trovadores itinerantes, resolutos y desvergonzados, que critiquen su figura. Se llamarían “Los Inglecanos” o “Los Anglicosos” o algo así. Esto es algo que aún tengo que madurar.Por cierto, el corte de tu última capa, la de las espalderas y las borlas doradas, es tan sublime que me quedé sin aliento unos instantes y casi me desmayo.No olvides avisar si te mueres. Sinceramente tuyo. HVIII.”

La trascendencia histórica se desprende de cada una de las palabras escritas por Enrique VIII en la misiva. Con ellas, la explicación acerca de las causas últimas del cisma religioso en Gran Bretaña que había valido hasta hoy ha tenido que ser revisada en su conjunto. Resumidamente, hasta el presente se había creído que, básicamente, los rasgos culturales y de carácter heredado de los pueblos británicos eran todo lo que hacía falta para explicar el ascenso del protestantismo en las islas. Se hablaba del incipiente individualismo, del apego por una definición de libertad negativa firmemente desarrollado por el salvaje caudillo britanoromano Causticus, en su artículo “Tratado sobre el ius natura y el afilado del pilum”, y de la recepción de una serie de concepciones normandas y sajonas acerca de la autoridad y la disciplina que, mezcladas, generan una cierta tendencia  hacia el disfrute del propio dolor y un gusto un tanto enfermizo por el cuero. Todos estos motivos no han sido descartados de la explicación, pero sí se ha descubierto que por si solos no habrían bastado para provocar una ruptura con la conservaduría católica firmemente arraigada desde siglos atrás. Para ello hizo falta el potente detonante que significó el hecho de que unos y otros fuesen desarrollando conceptos separados, e incluso opuestos, sobre lo que es el “gusto” y el “buen vestir”. La autoridad ejercida por el papa en este tipo de dictámenes acabó repercutiendo en la famosa reticencia de Enrique VIII a obedecerla, en sus famosas “Acta de supremacía” y “Acta de asuntos traviesos”, y con ello a inaugurar una nueva etapa de la historia inglesa.
Sin embargo, como decíamos, la oposición al férreo control papal sobre los ciclos de la moda, más intenso si cabe en los de verano y otoño, venía de lejos y hasta se podría decir que, en este papel de catalizador que ahora se le atribuye, podría haber ayudado al mismo alumbramiento de la doctrina protestante. Soterrada y desapercibida, la “libertad de vestiduras” esperaba, estocástica, con la mecha ya prendida, un momento cualquiera para explotar.
Se sabe a ciencia cierta, aunque se le había concedido una relevancia mínima, que el mismo Lutero era un hombre monásticamente severo pero muy coquetón. Para comprender esta extraña conjunción de atributos se hace necesario efectuar un breve repaso de aquellos acontecimientos que marcaron el carácter de éste, el padre inspirador de la doctrina protestante, quedando así insitos en su forma de entender el mundo y el “pret-a-porter”.
Es un hecho conocido que el padre de Lutero desde siempre había ejercido una intensa influencia sobre su hijo, de un modo que seguramente hoy se calificaría de excesivamente autoritario y dominante. Siempre les exigió a sus vástagos lo máximo y que el camino para lograrlo eran buenas dosis de férrea disciplina. Con este tipo de acicates, el joven Martín Lutero empezó a acumular honores y experiencias académicas , hasta el momento en que afloró en él el primer indicio de rebeldía adolescente. Tenía tan sólo diecisiete años. De este periodo, son conocidas sus serenatas en la universidad de Erfurt, en las que, ataviado como un trovador turingio del siglo XII, interpretaba canciones satíricas sobre el decano con la única ayuda de su inseparable laúd. Con estas provocativas actuaciones, ningún remilgado de Erfurt quedó indiferente. Pero aquella corta etapa de vida licenciosa se acabaría de un plumazo el día en que un rayo, que le cayó a pocos metros, casi acabó con su vida. En ese instante, Lutero, con la cara del color de la ceniza, revivió internamente el poder y el significado de la buena autoridad, juró plegarse a la voluntad de todos los fundadores paternos, en especial a la de Dios, se hizo monje y empezó a madurar los rasgos básicos de un estilo de vida cargado de penitencias.
A partir de su acto de sumisión eterna a los dictámenes del altísimo, Lutero mutó rápidamente hasta convertirse en un “mala leche”. Fruto de su vida anterior, se había labrado un juicio muy firme en cuestiones de modistería y gozaba de una comprensión natural de los vaivenes de la moda. Además, había conocido de cerca el “infierno terreno” que significaba la vida de residencia universitaria. Por ello siempre proclamó, a partir de su “iluminación”, que él conocía al diablo en persona y advertía que se debía ser “intransigente con la falta de decoro en el vestir y con aquellos que llevan leotardos blancos con zapato marrón, elevando este tipo de infracciones a la categoría del pecado mortal”.
Con todo, la confluencia de estas obsesiones y la creciente necesidad sadomasoquista de control de los propios impulsos le llevaron a una creciente enemistad con el papa León X, puesto que no podía sino concebirlo como un equivalente estético de Calígula, Nerón y Caracalla juntos. En oposición a la autoridad vaticana él postuló su “puritanismo individualista” y la “línea directa con Dios”, para así poder “quitarle el látigo al pontífice para arrearse uno mismo con más fuerza”.
El enfrentamiento con las ideas católicas, naturalmente, significó muchos quebraderos de cabeza para Lutero y comportaron que su carácter se fuera agriando en paralelo. Además, otros hechos circunstanciales simultáneos, contribuyeron a volverlo, definitivamente, un radical. Un primo suyo frecuentaba los peores antros teatrales de Eisenach para representar el papel de alpargata en las obras. Lutero desaprobaba encarecidamente esta actividad, puesto que entonces debía considerarse algo similar a lo que hoy son las “drag-queens”. En otra ocasión, problemas de overbooking en la línea de carretas entre Eisleben y Erfurt le llevaron a hacer una escala forzosa en Marsella, donde tuvo que soportar el legendario descaro de las jovencitas francesas, que se paseaban alegremente por ahí con generosísimos escotes y los tobillos al aire. Cuentan que entonces Lutero, conmovido por los aparentes síntomas de falta de arrepentimiento en aquellas irreverentes féminas y afectado de un vahído, exclamó aquello de “ya está, todo a la mierda! Y ahora os vais a cagar con vuestras indulgencias...”.
El resultado de todos estos lances es el Lutero que quedaría para la historia y para el protestantismo: un hombre de pronunciado carácter, un hombre de fe, mano dura y estoico guardarropía. Esta efigie final queda plasmada con elocuencia en el apéndice al volumen séptimo de sus “Comentarios”, cuando tilda de “lagartas traperas” a la curia cardenalicia por no tener agallas para criticar los diseños de blusas del Papa. Esto sería el gesto que marcaría su destino ulterior de excomunión y exilio.
Se puede entender, ahora, que las doctrinas en sintonía con el luteranismo incorporen a sus exigencias la sobriedad en el vestir, que es lo mismo que se exige al alma y al comportamiento. Con ello se puede afirmar que el “puritanismo textil” es, también, una de esas marcas definitorias de su estirpe , a pesar de la notable excepción que, como se comprenderá, significa el mencionado caso de Enrique VIII. Esto se ve con claridad en la forma en que el “choque de las fes” se desplegó por Gran Bretaña.
En las islas, los episodios que fueron acentuando esta división giraban, además de otros muchos factores, entorno a una subrepticia e intermitente “guerra de trapos”. Es conocido el litigio sucesorio de Isabel Tudor, protestante hasta el tuétano, con su hermanastra católica María Estuardo. Se sabe también que lo más cruento y animoso de esta relación era la “batalla de imagen” que se planteó entre ambas, con pasarelas cortesanas, competiciones de trajes de una complejidad, textil y simbólica, rocambolesca, uñas y mechones de pelo volando por doquier en la peor de las reyertas palaciegas que recuerdan los cronistas. Al final, al advertir Isabel que su hermanastra tenía mejor sastre, mejor tipo y arañaba con más saña decidió iniciar los trámites para apresurar su decapitación, para así evitar que pudiera calzar pamelas.
Además de este, existe documentación de muchos otros hitos importantes en el curso de la imposición del protestantismo en las islas británicas. El rey Jaime I fue un tipo extraño que, inevitablemente, marcó algunas divisiones internas en los cánones de ropa interior de su propia doctrina, generándose, en especial, intensos conflictos con grupos de escoceses episcopalianos que creían que lo pío era no llevarla en absoluto. Otro ejemplo notorio es el gobierno republicano de Cromwell, Oliver, la implacabilidad y fanatismo del cual hoy inspiran las normas de etiqueta de algunas milicias fascistas góticas que vagan por los fiordos noruegos. 
Sin embargo fue el episodio que se narra a continuación el que grabaría a un fuego más intenso el conflicto entre católicos y protestantes en las islas. Sucedería en 1690, en el que sería el definitivo enfrentamiento entre Jaime II y Guillermo de Orange, a orillas del río Boyne. En aquella ocasión, “el destronado rey católico Jaime había acudido al campo de batalla rebosante de todo su descocamiento papista, pródigo en prendas de encaje, reflectantes y una gorguera tan omnipresente que parecía celebrar la misma luz del arcángel San Gabriel. Su sucesor Guillermo, por su parte, vestía con su acostumbrada sobriedad de profesional, con su característica guerrera naranja, a juego con los calcetines”.
Viendo la entidad de ambos ejércitos, los dos contendientes por el trono se sintieron abrumados. Ambos sabían que allí se encontraban presentes los enseres necesarios para infligir una herida, en esas tierras, tan profunda que no cicatrizaría sino con el paso de los siglos. Ambos, con sus estandartes y guardia personal, acudieron a parlamentar y decidieron no proceder con la batalla hasta haberse dado tiempo para entablar negociaciones. En aquel día del julio irlandés, se acabó por decidir que el destino religioso de Gran Bretaña se decidiría jugando una partida de “bridge”. Cuando Guillermo ya se retiraba para ir a buscar su tapete favorito, una unidad mercenaria de honderos baleares empezó a mofarse del tono estirado de sus ropajes, para acabar llamándole “hortera” y “butano”. Tan pronto el traductor le hizo saber a Guillermo el significado de esa última expresión, éste se dio la vuelta con una expresión airada y llena de odio y, con una calma afilada como el demonio, profirió su famoso discurso acerca de que aún no siendo él hombre vanidoso no permitía que “ningún orangután católico le vacilase en cuanto a indumentarias, menos aún uno que gastase, únicamente, un taparrabos afelpado”. Así, con esta terrible afrenta mutua de por medio, la violencia se desencadenó, más cruenta que nunca.
De este modo, el profundo daño que se ocasionó aquel día de julio ha conseguido pervivir hasta los tiempos modernos, en la complejidad de los “problemas” de Irlanda del Norte. Incluso se debate encarecidamente si los pantalones campana serían un factor importante en la tendencia del IRA a las divisiones internas, o las gorritas de cuero en las reticencias entre grupos de paramilitares protestantes.
De cualquier forma, lo que enseñan episodios como éste es que las prendas, la moda y los diseñadores con agallas realmente pueden jugar un enorme desempeño en forjar el curso de los acontecimientos y, con ello, de la historia. Prueba de esta nueva perspectiva analítica es el nuevo seminario de historiografía de la Universidad de Yale, en que se ofrece el atractivo “explanans” de que los Caballeros Teutónicos del Hospital de Santa María de Jerusalén eran un movimiento estético-expresivo, ciertamente comparable a los “beats”, más que una agrupación de estrambóticos fanáticos con sed de sangre pagana.  
    
                                                                                                                                 CGM.
  

No hay comentarios:

Publicar un comentario