Perkins Lemay era un consultor de recursos humanos que prestaba sus servicios a una factoría, de tamaño mediano, en la que se producían armas ligeras y minas antipersona. Era un hombre felizmente casado desde hacía quince años y jamás se habría planteado que algo pudiera ir mal en su siempre apacible y monótono hogar. Sin embargo, aquel día, al salir del trabajo, Perkins recordó que, por la mañana, había vislumbrado una cierta actitud de desazón en su mujer, Opal. Estaba como distraída. Decididamente, lo habría atribuido al adormilamiento; pero por otra parte parecía bien despierta, aunque sumida en algún pensamiento que captara intensamente su atención. Al hacer un amago de levantarse para ir al trabajo, ella le había alcanzado un emparedado envuelto en una bolsa y, al curiosear él qué era lo que había entre el pan, sólo había podido encontrar un calcetín de deporte usado. Ella miraba toda la acción sin reaccionar, atenta a sus expresiones.
Perkins se sorprendió un rato al ver aquello y después la miró con una sonrisa. Entonces ella había producido un espasmo de cuerpo entero, como cerciorándose de lo aberrante de todo, y se había disculpado. “No te preocupes. Compraré algo en la cafetería”, soltó él mientras se levantaba, ahora si, para marcharse.
Perkins atravesó el aparcamiento de la fábrica recordando aquél momento y pensando en si, tal vez, últimamente su mujer estuviera en horas bajas, en uno de esos ciclos emocionales de inestabilidad que las hembras misteriosamente experimentan de tanto en tanto. Al llegar a su Chrysler se detuvo unos instantes a observar el límpido horizonte y buscar en él una inspiración de sabiduría. Bajó la vista, al cabo de un momento tan solo, y observó que en el limpiaparabrisas había pinzado el prospecto de un ciclo de obras de teatro que distintas compañías de la tercera edad representaban ese mes en el ayuntamiento del pueblo. Lo cogió y arrancó el coche con una sonrisa de satisfacción en los labios.
Perkins cruzó el umbral de su casa al tiempo que profería su ya acostumbrado “cielo, ya estoy aquí”. Ella le esperaba en el salón, sentada en su sofá de pana rosa y en una postura que él identificó erróneamente como de loto. El sofá la dejaba de espaldas al pasillo y a la puerta de la cocina. Perkins, que instintivamente había adoptado posición de andar de puntillas, se le acercó unos pasos con expresión de afecto en el rostro. “Está bastante serena”, se dijo, “quizá todo haya sido fruto de mi imaginación, de mi tendencia a sobredimensionar las cosas”.
- Hola cielo.- Insistió él en voz baja.
Ella murmuró. Era algo casi irreconocible pero que, sin embargo, no podía ser nada muy distinto de un “hola, ¿cómo estas?” de rutina retórica.
Perkins se encaminó a la cocina con un alegre pensamiento, dispuesto a tomarse su tonificante vaso de agua del grifo de después del trabajo, y ya más despreocupado. Por supuesto no pretendía perturbar lo que debía ser algún ejercicio de abstracción espiritual, de corte oriental además, de su querida costilla.
Pero esta imagen sí distaba mucho de la realidad. Opal había permanecido atenta y expectante a todos los movimientos de su marido, desde que éste entrara por la puerta principal, recorriera el más bien angosto pasillo que llevaba al salón y accediera, acto seguido, a la cocina. Ahora permanecía meditabunda, en medio de una crispada quietud, con los ojos muy abiertos y unas profusas ojeras, fruto de pasar noches enteras en duermevela. Perkins reapareció, al cabo de unos pocos segundos, por la puerta de la cocina, muy serio.
- ...cariño.- Musitó sacando la mitad superior del tronco por la rendija de la puerta.
- S...¿si...?- Respondió ella con un hilillo dubitativo de voz.
- Ve...verás, creo que le ha ocurrido algo a Tomkins.- Prosiguió. Tomkins era un espécimen de gato persa que Perkins le había regalado a Opal por un aniversario de bodas. Pero ella nunca lo había apreciado en exceso juzgando que era desmedida su actitud de displicencia hacia todo lo que le rodeaba, incluso para un gato de aspecto tan faraónico como aquél. – Tomkins ha muerto.
- ¡No...!- Exclamó ella forzando una actitud de sorpresa y un vadeo de cabeza que dejase ver el rabillo de su ojo. - ¿Estas seguro?
-Si.
- ¿Cómo puedes estar tan seguro?- Añadió ella, ascendiendo un grado más en su escala del susto.
- Es que...verás, el gato está, encima de la mesa de la cocina..., destripado.
- ¿Cómo “destripado”?
- Eso.
- ¿Pero destripado del todo?
- Hasta el fondo.- Sentenció Perkins.
Entre los dos hubo una pausa de tanteo.
- Vaaya..., ¡entonces es cierto!. Tomkins ha muerto.
Y con esta condolencia Opal recuperó su habitual curvatura de espalda y la mirada al frente.
Se sucedió otro momento de silencio en que a Perkins le dio por pensar que aquello parecía querer zanjar el asunto, parecía marcar el cenit de la intensidad de aquella escena. Resultaba raro.
En ese relativamente pequeño lapso de tiempo Perkins, sumido en cavilaciones que a él se le debían antojar frenéticas, concibió que había algo extraño en todo aquello. “No sólo es que te aparezca el gato destripado en la cocina...”, se decía, “...más bien es la falta de sentimiento de ella lo que lo tiñe todo de algo... inusual”.
Pero lo cierto era que, tal vez, no valiera la pena darle a aquello demasiada importancia. Dudó unos instantes más.
- Cariño.- Dijo finalmente. - ¿No crees que resulta un poco extraña la muerte de Tomkins?- Mientras decía esto avanzó unos pasos y cerró tras de si la puerta de la cocina para que no entrara el olor a sangre, y adquirió un semblante conciliador, como siempre.
- Extraño, extraño...¿Qué significa “extraño”?- Respondió Opal con un atisbo de provocación. - Si no eres un poco más concreto...-
- Pues...lo cierto es que los gatos, cuando mueren de viejos, no expulsan las vísceras hacia el exterior...Es más, se dice que buscan un cierto recogimiento y soledad y no tanto una escena espectacular..., como la de la cocina.
- ¿Y qué?- Espetó ella con una frialdad marmórea.
- Pues que... Tomkins no era viejo, tenía tres años, y en cierta perspectiva da la sensación que el suyo ha tenido que ser un traspaso como...como más bien violento.- Aquí Perkins no pudo disimular un pequeño gesto de gravedad en la alocución.
- Tal vez se enganchara con algo en el culo y empezase a correr..., ya sabes que los gatos lo hacen según como.- El tono de Opal se había vuelto risueño e incluso pareció contener una risita rebelde.
Perkins se sacudió ante lo que en otras personas habría juzgado como un cruel y morboso desatino. Pero no en su mujer. En ella debía venir motivado por su irrefrenable ingenio y su eterna voluntad de quitar hierro a las cosas. Sin embargo, Opal nunca había tenido precisamente un sentido del humor desarrollado; eran los obnubilados ojos de Perkins los que le atribuían esta cualidad desde tiempos remotos. Opal estaba, de hecho, haciendo sus pinitos fundadores en el campo de la ironía malvada. Perkins, por su parte, recurría una vez más a sus muletillas.
- Pues ve...verás, si hubiera sido así el gato no estaría, de hecho, rajado de arriba abajo, ni los intestinos troceados y sobrestampando el dibujo de los azulejos.-
- Tal vez tuviera unos gases muy fuertes y explotó..., he leído que eso ocurre algunas veces en...- Perkins la interrumpió.
- N...no, verás, hay algo que me hace pensar que el gato no se ha hecho esto solo.-
- ¿Qué?-
- Ve...verás, al parecer el gato está sujeto a la mesa de la cocina a través de un tostador que le oprime la cabeza..., además hay un pelapatatas ensangrentado a su lado mismo...-
- ¿Qué insinuas Perkins?- Preguntó ella, desafiante.
- ¡Nada, nada! ¡Nada en absoluto!.- Se apresuró Perkins. – Pero pensaba que tal vez podías haber visto algo que sirviera para explicar el estado en que se encuentra Tomkins.
- Pse...tú y tus perogrulladas. – Escupió Opal, con menosprecio. - Si hubiera visto algo, ¿crees que no te lo habría comentado cuando has llegado? Habría dicho: “oye, cariño, ¿sabes?, hoy ha entrado un tío por la puerta de atrás, ha matado al gato y después nos ha hecho un collage impresionista con sus entrañas”.
Opal respondía con un aparente desapego por la triste suerte de Tomkins que a Perkins no pudo sino resultarle preocupante. Incluso, por primera vez en la historia de su matrimonio, llegó a sospechar si no habría una intención oculta en las palabras y actitud de su mujer. De hecho, ni tan siquiera se había levantado a echar un vistazo a la cocina cuando definió el paso del gato a una nueva forma de “collage”, lo cual no era una definición desencaminada.
- Entonces... ¿quieres decir que no sabías nada de lo que le ha pasado...? porqué...- Ella le interrumpió rápidamente.
- Pues claro que no sabía nada. ¿No te lo he dicho ya? ¿¡A qué viene preguntar lo mismo varias veces!?- Opal subía progresivamente el tono. -¿Crees que si lo hubiera visto habría...habría permitido que le hicieran eso a Tomkins? Debe haber sido la señora Meecks, creo que había alguna rencilla entre ellos...
Las atropelladas palabras de su mujer parecían corroborar el hilo de las sospechas de Perkins, pero él se apresuró a aplacarlas todas para que no resonaran en su conciencia.
- Claro..., claro.- Concedió finalmente. – Oye, pues voy a recogerlo todo y a tratar de darle a Tomkins un sepelio decente, ¿eh, cielo?
No hubo respuesta. Desde tiempos atrás, en aquella casa eso se consideraba un asentimiento, así que Perkins regresó a la cocina para acometer la tarea anunciada. Se podría haber visto, antes de cerrarse la puerta, como el industrioso cónyuge reprimía una vívida arcada ante la visión panorámica que daban los azulejos. Pero nadie le estaba mirando.
Opal permanecía en su sofá rosa, ahora con una expresión determinada y felina en sus facciones, como la que habría sostenido Tomkins de no tener una tostadora aplastándole la cabeza, y siguió así un rato, ponderando el reciente diálogo con su marido.
Durante un pequeño y fugaz instante habría creído que Perkins estaba, realmente, insinuando algo concreto. Eso le había provocado una descarga de adrenalina. Pero dicha emoción se desvaneció al instante, puesto que Perkins había reculado automáticamente, aceptando sus patéticas excusas y la afirmación de su nula implicación en el desagradable cuadro de la cocina. Y eso acabó por enfurecerla, aunque habría sido muy capaz de anticiparse a la reacción con una precisión milimétrica, puesto que conocía bien a Perkins. No le servía que tal vez hubiera llegado a sospechar, en un momento dado, que se cocía algo. Estaba decidida a provocar una acusación en firme hacia su persona.
Opal se había enamorado perdidamente, en su momento, de lo que, también para su posterior desgracia, se habría considerado el rasgo más distintivo del carácter de Perkins: su tierna e irreflexiva ingenuidad.
Al principio, cuando se conocieron en el instituto, ella no mostró demasiado interés en la relación. En realidad, en una ocasión había llegado a decir de Perkins que tenía “una inexistente capacidad volitiva, por lo que salir con él debería parecerse a compartir una sesión de debate existencial con un bloque de piedra caliza”. Sin embargo, el destino les reservaría un momento especial cuando, durante un guateque en el patio de los Anderton, una amiga íntima de Opal le comentó que otra sucesiva amiga común a las dos, la cual había interceptado una conversación de una prima de Perkins, quien a su vez había consultado a una vidente, le había dicho que sabía de buena tinta que a Perkins tal vez llegara a gustarle Opal. A partir de ese, su momento de romanticismo más desatado, todo había ido rodado entre los dos: la risa tonta y delatora, los paseos por los parques; retozar juntos con un acaramelamiento que podría haber hecho vomitar a sus respectivas abuelas.
Pero con los años, ahora lo veía Opal, todo había cambiado radicalmente. Bueno, Perkins no. La relación entre ambos había cambiado, fruto del progresivo atenuamiento de la llama de la pasión en Opal.
Visto en la perspectiva de los años, no se podía decir de Perkins que fuera la encarnación de la santurronería. Lo que ocurría, más bien, es que se conducía con una actitud de ingenuidad estratégica y deliberada, que le servía como un mecanismo de castración emocional ante aquellas situaciones más comprometidas para su personalidad. Por ello, en el trabajo era muy apreciado por los altos ejecutivos, que recurrían a él cada vez que había que reestructurar la plantilla de trabajadores o librarse de algún elemento conflictivo. No tenía ningún reparo en planificar grandes despidos ni tampoco en comunicarlos a los afectados, puesto que lo hacía bajo la autoridad de la dirección y no razonaba si había alguna consecuencia desagradable en todo aquello.
En casa, empero, las cosas eran distintas. Allí no se trataba de la ejecución de fríos planes de ingeniería empresarial sino de una relación entre iguales que habría requerido un “enfrentamiento”, un cara a cara, en caso de presentarse el conflicto. Por ello, Perkins simplemente lo rehuía o daba la razón acríticamente a Opal.
Por su parte, ella había madurado pacientemente una teoría global sobre la personalidad de Perkins. Según Opal, Perkins no era lo suficientemente maduro como para arriesgarse a la soledad que le supondría perderla a ella, por lo que procedía a hipotecar esa parte de su personalidad que se refiere al manejo de los asuntos domésticos, en los cuales se incluían algunos referentes a lo que Opal llamaba el “toma y daca emocional”. Incluso, entre algunos conatos de depresiones producidas por su creciente afición a la bebida, Opal había llegado a insinuar que Perkins ni tan siquiera sabía hacerla sufrir “canallescamente” como es debido en un hombre.
Hay que decir que tanto Opal como Perkins eran un genuino producto del tiempo en que vivieron.
Desde que ella empezara a notar, hacía ya cinco años, la falta de disposición de su marido a abordar cualquier senda de conflicto, y ya de”discusión”, había empezado a experimentar un sentimiento creciente de desilusión hacia el futuro, puesto que este ya estaba grabado en el pétreo carácter de su marido y el se encargaría de que nada cambiase, nunca. No es que Opal no se viera tentada a aceptar la perspectiva del inmovilismo mental que es la esencia de las promesas burguesas de una buena vida - no es que ella no fuese lo suficientemente burguesa - pero pensaba que si a todo el mundo se le pusiera delante una imagen tan intensa y tridimensional de lo que era “la monotonía más absoluta”, quizá se lo hubieran pensado dos veces.
Pero – y este es un “pero” en el que recae la carga trágica de la historia - Opal tampoco podía renunciar a su rol de pasividad en el matrimonio, a los requerimientos que se esperaban de su genero. Dicho de otra forma, Opal pensaba que si había que armar alguna bronca en casa era al marido, al pater familias, al que le correspondía armarla. El que Perkins no lo hiciera y fuera perfectamente capaz de no hacerlo nunca privó a Opal de todo un abanico de reacciones propias de su femineidad (que ella había identificado mediante la observación paciente de sus adoradas telenovelas venezolanas) y de su expresión personal ligada a ella.
Todo esto es lo que llevó a la preocupada mujer a orquestar un complicado plan para fomentar la confrontación en el hogar. Lo cierto es que el plan no era complicado, puesto que empezó por la iniciativa comprar yogur azucarado, que no le gustaba a Perkins. Después habían sido el atún en escabeche y las olivas rellenas, pero él se adaptaba a todo sin chistar siquiera. Es por ello que el plan se había vuelto complicado, por requerir de acciones encubiertas que no implicaran una carga directa sobre la persona de su marido.
Con esto en mente, Opal había “perdido” la corbata favorita de Perkins, había destruido virtualmente su colección de sellos mientras le quitaba el polvo en la bañera y había calificado de “vieja pájara beoda” a su madre en una cena de navidad. Nada de ello motivo ningún aliento de animadversión en Perkins y su madre, por su parte, acabó innecesariamente en una clínica de rehabilitación para toxicómanos.
Estos procederes, y muchos más que se sucedieron, fueron haciendo crecer la saña en Opal, quien se veía obligada a mantener un ritmo elevado de pequeñas molestias cotidianas mientras medraba, al mismo tiempo, por acrecentar el nivel de las más punzantes. La obsesión y la falta de quehaceres de una persona creativa y vivaracha pero laboralmente castrada fueron los factores que confluyeron para provocar la explosión del día en que decidió asesinar cruelmente al desdichado minino y hacer algo “provocativamente artístico con sus órganos internos”, como había llegado a decirse a sí misma.
Pero aquello tan solo había estado al límite de hacer caer una piedrecita de la enorme presa que la separaba de Perkins y lo que ella pretendía, en su espiral de compulsividad, ya era una voladura completa.
Perkins estaba lavándose las manos en el cobertizo del jardín, paso necesario después de haber metido el cadáver de Tomkins en una bolsa de basura y haberlo tirado al contenedor comunitario del final de la calle. Había pensado que lo propio habría sido enterrarlo, pero concluyó que no quería que una tumba, por pequeña que fuera, le estropease la vista del jardín. Había dejado la cocina impoluta para que nada recordase ya la escena de esa tarde, por lo que había tenido que recoger cachito a cachito del gato hasta juntar un montón que pesase exactamente lo que le correspondía a Tomkins. Por ello, había tenido que rebuscar detrás de los electrodomésticos, en una tarea que se extendió hasta el alba. Ahora estaba algo fatigado.
Cuando regresó a la cocina Opal había puesto la mesa y servido la cena. Perkins se sentó.
- ¿Tres platos?- dijo él entonces. - ¿Cenará Timmy con nosotros?-
- Sí. He pensado que deberías contarle lo de Tomkins a Timmy, ya sabes lo mucho que congeniaban.- Respondió Opal con severidad en el tono. Sabía que a Perkins le desagradaba especialmente referirse a todo lo que concerniese, ni indirectamente, a la muerte y si, además, tenía que hacerlo para instruir a su propio hijo, lo cual también le incomodaba, peor todavía.
- A Timmy no le va a gustar...- Musitó Perkins, con un gesto de abatimiento. - ¿Dónde está él? ¿Le has sacado ya del pozo?
Desde hacía un mes Opal la había tomado con su hijo Timmy a la hora de experimentar con maneras de lograr un furibundo plante por parte de Perkins. Hasta el momento había persistido en hacérselas pasar canutas al chaval, para ver si su padre intercedía.
Le había aplicado un concienzudo programa de sobreprotección maternal fanática y de anulación de la personalidad propia, le había hecho vestirse de majorette para fomentar la rebeldía en él y, así, aumentar la confusión y, por último, lo había conminado a vivir entre semana en un pozo de la parte más sombría del jardín, por ninguna razón en particular. Ante eso, Perkins tan solo había expresado, falto de convicción en si mismo, algún recelo acerca de la dificultad que lo del pozo supondría para proseguir con sus partidas de ajedrez de los miércoles. Pero inmediatamente había añadido que si Opal pensaba que era lo mejor para “forjarle un carácter al muchacho” que “ella lo sabría mejor que nadie”.
Opal miraba a Perkins desde el lado opuesto de la mesa de la cocina con una fijación despreocupada ya del descaro y de guardar las formas. Tenía ahora, además, una sonrisa peligrosa en la cara.
Permaneció con esta expresión unos instantes para redoblar el dramatismo y el interés de su marido.
- Si. Lo he sacado del pozo.- Dijo finalmente, asintiendo.
- Bien.- Apuntilló Perkins.- ¿Está listo para la cena?
Perkins le espetaba sus fórmulas rutinarias sin olfatear nada raro en el ambiente, o sin querer hacerlo, y eso hacía crecer la tensión en Opal.
- ¡No! Claro que no está listo. Estaba todo desgreñado cuando lo saqué del pozo. Tenía las uñas llenas de sangre, la diadema caída y el vestido todo empapado... así que lo metí en la secadora.- Relató Opal, recuperando paulatinamente la calma.
- Bien, bien... Metiste el vestido en la secadora...- Matizó Perkins.
- No. Me pareció más práctico meter todo el paquete, puesto que estaba algo airado por la falta de comida y no quería cooperar demasiado.- Dejó caer Opal.
- ¿Has metido a Timmy en la secadora?- Preguntó temerosamente Perkins
- Sip.
- ¿Hace cuanto?
- Pff...¿quince minutos? Estaba realmente empapado...
Perkins se levantó de un salto de la silla y dio con la rodilla en la mesa. Se frotó, luego puso bien el vaso que había tumbado con el golpe y empezó a correr, cojeando, hacia el sótano, mientras gritaba con un susurro afónico el nombre de su hijo.
Opal había visto toda la reacción sin entusiasmo, como si su fe en lograr algo con todo aquello empezase a flaquear. Permaneció un momento más con los brazos cruzados y se levanto para encaminarse también hacia el sótano. Caminaba lentamente, concentrando su atención en los ruidos que provenían del sótano: el bajar rodando las escaleras de su marido, el golpe del caer al suelo de los ladrillos que había tenido que usar para bloquear la puerta de la secadora y, finalmente, el chasquido de la manecilla de la compuerta.
Transcurrieron unos segundos más que Opal aprovechó para bajar relajadamente las escaleras del sótano e ir adquiriendo una perspectiva visual sobre el sótano. Y la escena a la que iba acercándose empezó a reavivar su fe.
Perkins estaba frente a la secadora, orientado hacia la escotilla abierta. Tenía los brazos recostados sobre la carcasa y la cabeza, gacha, apoyada en un extremo del orificio.
- ¿Qué? ¿Está mareado...?- Atizó Opal, viendo todo aquello ya como la explosión definitiva.
Al tiempo un escalofrió con tintes de espasmo sacudió el cuerpo de Perkins de arriba abajo. Tembló mientras sus músculos se contraían, y apretaba los puños y la cabeza contra el borde engomado de la abertura al interior de la secadora. Pero al poco rato fue recuperando la compostura, y procedió a erguirse.
- Ca...cariño...- Dijo finalmente, aún de espaldas a ella.
- ¿Siií...?- Dijo ella, expectante.
- Cr...creo... Creo que..., que...-
- ¿Qué?- Se impacientaba Opal.
- Creo, que...- Dijo él volviéndose. - Creo que va a haber que llevar la secadora a arreglar..., el tambor está obstruido con tanto pelo de niño muerto...
Opal se sacudió. Perkins tenía chorretones de lágrimas por los carrillos pero aún forzaba una expresión conciliadora, de aceptación de su destino, en el rostro. Realmente había creído que su marido se derrumbaría - o algo - de una vez por todas, y aquella última finta había dado al traste con todo, por enésima vez. Ni tan siquiera el sacrificio de su primogénito por un método que habría provocado reverencias de terror entre los miembros de la tribu más pagana y apartada de la antigua Cartago había servido para romper las defensas de estulticia auto asumida de aquella maquina de propia represión que era su marido. Ahora era ella la que se derrumbaba.
Ante el vacío provocado por el fracaso de su última obra, y por haberse llevado esta, también, la vida de su hijo, Opal se sintió desamparada. Lo poco que aún daba sentido a su mundo se vino abajo del todo dejando sólo pilas humeantes de escombros. Ya nada importaba. Estaba agarrotada, sintiendo en sus huesos esa emoción conradiana del nihilismo más absoluto, el “horror”. Su mirada, perdida en el infinito, pareció torcerse un instante, al mismo tiempo que profería una mueca y un pequeño rugido gutural emanaba de su garganta. Después recupero toda ella un semblante físico de resignación. Ahora tenía una expresión de autómata, y seguía mirando a Perkins.
Un instante después - ninguno de los dos se había movido - Opal, evidentemente convencida de que tendría que acabar con Perkins mismo para conseguir que éste le reprobara algo, fijó sus ojos en un destornillador de mucha estrella de una caja de herramientas que había abierta a unos pocos pasos. Se apropió de él con un correteo nervioso y, sin pensárselo, saltó como una pantera sobre el pecho de Perkins, quien seguía mirándola confundido.
Con el impacto éste cayó sobre sus espaldas y Opal lo aprovechó para sentársele encima y comenzar a estocarle en el pecho. Completamente fuera de sí, en una especie de trance hipnótico, Opal hundía una y otra vez el destornillador en la caja torácica de Perkins, y así siguió hasta que se le cansó el brazo.
Entonces se levantó. Tomó aire y caminó unos pasos para separarse del cuerpo ensangrentado de su marido.
Pero algo provocó que se volviera. Era el ruido que hacía Perkins rebuscando en la caja de herramientas y extrayendo, finalmente, un punzón que le sacaba medio palmo al destornillador.
- Tal vez... con esto te vaya mejor..., cariño...- Dijo Perkins sonando a pulmón perforado.
Opal permaneció incrédula una fracción de segundo. ¡Aquél maldito cabrón estaba, a pesar de todo, colaborando con ella, en su propio linchamiento!
Opal experimentó una nueva explosión de furia desatada y embistió, esta vez con la rodilla, sobre la alzada cabeza de Perkins, con cuyo impulso ambos se vieron arrastrados hasta debajo de la pila vieja y enmohecida que se usaba como desagüe del sótano. Entonces Opal, yaciendo sobre la cara de Perkins, se levanto con toda su furia, con una expresión de monstruo azteca, dispuesta a hundir el punzón en la cabeza de su transigente esposo. Pero lo hizo con tanta fuerza que impactó con la coronilla en la parte inferior de la pila, arrancándola del empotrado y fracturándose ampliamente el cráneo. En el siguiente movimiento, la pila y Opal cayendo sobre Perkins provocarían que el punzón se le clavase a él en el esternón, inflingiéndole la puñalada que hacía veintitrés y la única que era mortal de necesidad.
De esa forma, el lecho de muerte de la pareja fue descubierto por un grupo organizado de vecinos preocupados por el cadavérico olor que flotaba en el suburbano vecindario.
Cuando entraron por la puerta que daba al sótano de la pareja, batallando con el cada vez más espeso hedor a muerte, pudieron ver que Opal y Perkins habían quedado abrazados, el uno sobre el otro, como reconciliándose en la otra vida de su primera y fulminante pelea.
Los allí congregados se quedaron en silencio unos instantes, captando lo conmovedor de la postura y alguno hasta se emocionó. La intensidad positiva del momento se mantuvo en el ambiente hasta que, claro, alguien tuvo que mirar dentro de la secadora.
CGM.
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