sábado, 13 de noviembre de 2010

Justicia caballeresca (2ª parte)

[Viene de la parte I]

Aquel día, Armand pasó un buen rato reordenando platos en la estantería móvil del vestíbulo con aparente indolencia, justo hasta el momento que apareció por allí la monitora de una de las otras clases, la misma que había observado el inicio de todo aquello, curiosamente, cargando un montón de segundos platos. Era habitual que los monitores ayudasen a Armand a cargar las vajillas sucias y el lo agradecía. Naturalmente, era habitual en todos menos en “la pija”, con su concepción mayordómica del universo.
Él la interpeló con una llana observación acerca del tiempo nuboso que estaba haciendo aquellos días, a lo cual ella respondió mecánicamente. Siguieron dando vueltas sobre el tema y, ya cuando la cuestión casi no daba más de si, Armand se fijó, a través del rabillo de su ojo izquierdo, en que una sombra rubia se les acercaba por la espalda, era el momento de dar el siguiente paso en el programa.
- Si... Pues, al parecer, este año hay mucha expectación por lo de los recibimientos al director... ya sabes, muchos opinan que podría ser uno de sus últimos años al frente de la institución... y siendo el ciento...setenta... y seis aniversario del colegio... – Afirmó Armand con viva voz mientras controlaba que lo rubio siguiese acercándoseles.
- ¿Qué? – Respondió la monitora, sin haber entendido media palabra.
“La pija” se acercaba cargando con brío uno de los microscópicos vasitos de plástico que usaban los niños, con una cucharilla de postre dentro, al parecer se estaba interesando por lo que allí se decía. ¿Había picado?
- Si mujer... – Insistió Armand, abriendo mucho los ojos y mirándola fijamente a modo de señal. – Lo del recibimiento que cada año preparan las clases, el día 20, al director del colegio con motivo de felicitarle las navidades... y la tradición, también, de engalanar la clase como un sentido homenaje hacia él... -
- ¿Qué...? Ah...s...¡si claro! – Dijo al final la monitora, captando vagamente la intención que subyacía a esta extraña actitud. – Si es superimportante... -
Entonces fue cuando “la pija” emergió por uno de los flancos y arrojó gentilmente una mano sobre el hombro a cada uno de ellos.
- ¿Qué? – Dijo entonces.
- ¿Qué? – Respondieron la monitora y Armand, al unísono.
- ¿Qué es tan superimportante?
Realmente imprimía su particular huella, a través de la entonación, al usar el prefijo “super”. La monitora le lanzó a Armand una mirada de expectación.
- Pues... resulta que en este colegio existe una tradición... – Comenzó a explicarse, al tiempo que trataba de ordenar sus ideas... – y esa tradición es... esa tradición consiste en que el último día antes de las fiestas de Navidad el venerado director de esta institución, el señor Champdecols, se dedica a visitar personalmente a cada clase del colegio y entonces los niños le reciben con toda pompa y le presentan sus respetos y buenas intenciones... – Hasta el momento, todo era escrupulosamente cierto además. – Entonces... cada año los monitores se encargan de... embellecer las clases..., ya sabes, para dar al ambiente un parecido más... de gala, y es cada monitor el que se encarga de diseñar las guirnaldas y todo atuendo necesario, lo cual debe ser producido por los niños, a exhibir durante la recepción... – Armand no estaba del todo satisfecho con la verosimilitud de aquellas palabras y se preguntaba si “la pija” habría entendido algo. Ella estaba callada, pero lo miraba con cierto interés.
- ¿En serio...? – Preguntó al final.
- ...si... – Respondió Armand. Aún no sabía si es que le seguía la corriente o verdaderamente se lo había creído.
- Vaaya... – Al parecer no había sido capaz de advertir las grandes dosis de mala leche que había tras de aquello. - ¿Y porqué no me habéis dicho nada? Bueno, si no os llego a pillar hablando del tema ni me entero... -
- Ooh... verás... – Continuó Armand, con algunas licencias dramatúrgicas, parte de lo cual consistió en acercarse un poco a ella, simular apartar a la otra monitora de la conversación y una pose fingida de secretismo. – En realidad, entre el personal se entiende que esto es como una competición... una sana competición..., es decir, no hay premios ni nada, pero se considera que el implicar a los niños en este tributo a su amado y ancestral director denota una serie de cualidades profesionales muy apreciadas aquí y, claro..., no hay premios pero... – Hizo oscilar la cabeza de un lado al otro. “La pija” tenía la boca abierta y la exagerada expresión de alguien que acaba de descubrir las pruebas de una magna conspiración. – Los demás no te han dicho nada porqué los planes de cada clase se llevan en estricto secreto, ni tan siquiera los niños comentan nada entre ellos, y ya sabes como son... -
“La pija” seguía el diálogo anonadada, después le echó una mirada furtiva a la otra monitora, que sostenía un semblante extrañado, e interpretó esto como una actitud de velado disimulo. Acto seguido retornó su vista hacia Armand y asintió sin decir nada, después regresó a su clase, donde ya empezaban a volar algunos cubiertos. Por lo que se podía distinguir desde el vestíbulo, ella ignoró los desórdenes y, mordisqueándose un pulgar, comenzó a observar la particular distribución del espacio en el aula. Armand reseguía sus movimientos, con una sonrisa de maligna satisfacción.
- ¿Qué pretendes con esto? – Preguntó la monitora al cabo de un rato, haciendo que Armand regresara de sus maquinaciones.
- Nada...nada... ¿Por qué? Solo una bromita... para mantenerla ocupada... No le hará ningún daño montar un par de chorraditas decorativas para la clase, más bien al contrario, ¿no? – Se justificó él.
- No se... – Contestó ella, que no acababa de ver toda la limpieza del mundo en aquella explicación.

Hay que decir que Armand tampoco sabía bien bien lo que se hacía con todo aquello. Su mente estaba en constante ebullición imaginando como, con su simple empujoncito, “la pija” podía llegar a arrastrar a todo el colegio a un berenjenal de proporciones cataclísmicas. No imaginaba, aún, las maneras concretas en que todo ello podía ocurrir, pero tenía la etérea y extraña certeza de que ocurriría efectivamente, y todo gracias a lo que fue su “empujoncito”, pensaba él. Pero el destino se guardaría unas pocas maneras de implicarlo más firmemente en los acontecimientos por suceder.
Al día siguiente de la revelación, “la pija” apareció muy puntual en el trabajo, necesitaba tiempo para hacer unos cálculos, ayudada de un metro que se había traído de casa. Unos pocos días más tarde irrumpió puntual y estridentemente jovial en su clase, cargaba además con varios juegos de potecitos multicolores de una suerte de plastelina con componentes fósiles con la cual pretendía organizar la confección de pequeños pesebres que harían las veces de centro de mesa el día de la recepción. Al parecer, la mera arcilla había sido desechada por “tosca” y por dar una imagen “vulgar” y “pobretona”, en cambio, aquel moco fosforescente que ella había traído tenía, supuestamente, una aureola más “chillona” y “atractiva”. En cualquier caso, en lo que no había reparado la rubia pero sí Armand es que su sucedáneo colorista de la arcilla era tóxico, además de inflamable. Armand no podía imaginarse que nadie en aquel colegio hubiera pensado en vigilar los movimientos de aquella calamidad enlacada.
A Armand le rondaban las palabras “tóxica” e “inflamable” por la cabeza, “tóxica” e “inflamable”, y cuando se fijó en como los niños trapicheaban con aquella pasta y se la acercaban a la cara para olerla, tratando de elucubrar así sobre sus propiedades alimenticias, entonces lo tuvo claro: faltaba el fuego en la ecuación del peligro. De hecho, no le costó mucho convencer a uno de los crios de que sería una buena idea instalar unas pocas velitas en cada pesebre, en forma de diminutas antorchas que alumbraran solo tenuemente la mitológica escena, y, además, convencerlo de que había sido él y no Armand quien había tenido tal idea. A partir de aquí, “la pija” aceptó la sugerencia con gran regocijo y excitación, pensando que esta era la forma de lograr un verdadero impactó visual, y así sería en verdad, y nombró al tonto del haba del niño “gran maestro-ayudante feng shui”.
Después de esto, mirando al entronizado e inocente niñito que había sido instrumento de sus confabulaciones, Armand vivió algo parecido a un momento transcendental. Se imaginó estando de pie en una pendiente de piedra descompuesta y grandes bloques a punto de empezar a rodar, arrostrado entre cascotes y encarado hacía un valle. Abajo, en la lejanía, las pendientes confluían en un punto más o menos llano donde se ubicaba un pequeño pueblecito de blanqueadas fachadas y techos de teja. Era un pueblecito elitista y lleno de engreídos. Él se encontraba en las alturas, cerca del punto más alto de la pendiente y, por lo tanto, del más alejado del pueblo, y ante su persona yacía erguida una piedra ligeramente ovalada que debía medir medio metro de largo. Por un instante le pareció que aquella piedra llevaba gafas de topo. Sin tan siquiera pensárselo, él daba una patada a la piedra y ésta se echaba a rodar, golpeando a otras más grandes y generando una pequeña estampida de enormes bloques. Después, descendiendo cuidadosamente por la pendiente, se dedicaba a empujar hacia abajo otra vez aquellas piedras grandes que habían iniciado el descenso pero se habían parado prematuramente. Ahora las piedras formaban ya un buen corrillo, avanzaban a toda velocidad, con gran estrépito y levantando la grava a su paso, y se acercaban al pueblo de forma implacable.
Por primera vez, un pequeño sentimiento de culpabilidad asomó en la conciencia de Armand: él estaba animando al desastre y lo sabía. Sin embargo, ¿cómo resistirse a acabar lo empezado? Aquellas dudas podrían ser fruto de una cierta mojigatería, por no decir de cobardía, de alguna artimaña mental propia destinada a evitar a “la pija” una lección que se merecía y también había que guardarse de eso. No, no había freno para aquello. Más adelante, el destino pondría a Armand en otras de estas encrucijadas morales, ante las cuales él no se podría resistir a echar a rodar más piedras.
Entre las primeras consideraciones barajadas para engendrar la venganza contra “la pija”, Armand concibió la posibilidad de organizar, desde la sombra, un levantamiento revolucionario contra su yugo rubio y dejarla en ridículo. Pero aquello fue desechado rápidamente pues los niños ya estallaban en abruptos levantamientos cuando les venía en gana; vaya, que nada constituía menos yugo que “la pija”. A pesar de esto, una serie de someras exploraciones pusieron en conocimiento de Armand que ya había varios subterfugios en marcha en la clase. En concreto había uno que podía resultar prometedor: el impulsado por el club de las “Damiselas de hierro”, heredero espiritual de las “princesitas”, que según parecía llevaba tiempo tratando de encontrar la manera de apropiarse de unos caramelos sin azúcar que “la pija” traía ostentosamente cada día pero que nunca compartía con los niños, poniendo la excusa de que “sólo eran para mayores”. A parte, también pensaban hacerse con un cajón lleno de muñecos con forma de bebé humano que resultaban indispensables para el desarrollo demográfico de su plan, que incluía fugarse a los lavabos y fundar allí una nueva sociedad utópica y matriarcal. Armand siguió ojeando las evoluciones de esta conspiración durante un tiempo y, al final, encontró en ella otra de esas piedras que estaban deseando pegarse un viajecito.
Con estos subrepticios retoques, Armand veía como la cosa empezaba a tomar una forma interesante y, entre estas consideraciones, noviembre llegó a su fin. Las dos primeras semanas de diciembre sirvieron para perfilar otro par de detalles más y para acrecentar la excitación en él, que además había estado reprimiendo su mordacidad hasta el gran día. De hecho, trataba de disimular sus nervios aparentando una total normalidad de trato con “la pija”. Fueron unos días duros en que tuvo que aguantarse las ganas de contarle a alguien lo que estaban contribuyendo a urdir él y la fatalidad. Pero cada vez faltaba menos y, al final, según las prospectivas, la espera se vería recompensada.

Finalmente llegó el esperado día. Aquel veinte de diciembre amaneció gris y con un serio presagio de lluvia. Igualmente, dentro del Charlemagne había unas vibraciones extrañas, que presagiaban tormenta. Armand, más que nunca, estaba expectante y contenido. Estaba disponiendo las mesillas como cada día, solo que esta vez lo hacía bajo la supervisión de “la pija”, quien cuidaba que se dejara espacio suficiente para los centros de mesa. Él se esforzaba por no mirarla directamente, pero aún así se percibía que ella también estaba nerviosa y expectante. Realmente, se había implicado plenamente en aquella fantochada.
Cuando hubo acabado su parte, Armand se retiró para que fueran insertados los últimos retoques de la decoración. Al final, se podría decir que aquello reflejaba el mejor trabajo que eran capaces de desarrollar los niños y “la pija” en comandita. Los pesebres plásticos confeccionados por ellos mismos, vistos de lejos, aún podían sugerir una natalidad contemplada por la inspiración de alguno de los grandes creadores del modernismo. Pero al observarlos más de cerca se constataba que la mayoría de personajes mostraban unas facciones monstruosas, dada la dificultad que revestía trabajar con aquel mejunje que se secaba en segundos. Tenían unos rasgos claramente encefalíticos, los ojos saliéndoles de las cuencas y una expresión de demencia bestial, en general, que recordaba, más que a las vaticanas estampas de Miguel Ángel, a alguno de los rubicundos cuadros de El Bosco. Seguramente, en otros tiempos se habría llegado a considerar aquello como algo sacrílego. Esto amén de las buenas intenciones y los pesebres construidos con espíritu de corrección, porque también había otros en que, fruto de unas inadecuadas medidas de supervisión o de la voluntad de no castrar la imaginación errante de los retacos, el niño Jesús tenía cuernos, yacía en el pozo en vez de en su moisés o había conseguido formar un ejército de animales bovinos y cercado con él a los Reyes Magos. Esto tal vez fuera fruto de la imaginación de Armand, pero habría asegurado que en una de las mesas el angelito alumbrador tenía un bulto sospechosamente grande en la entrepierna y para que eso destaque en una túnica larga debe haber una intención mediante, pensó él, pero no dijo nada. A parte de esto, en un arrebato dickensiano, “la pija” había urgido a los niños a confeccionar unas postales barateras de bienvenida, las cuales, todas juntas y expuestas, aún causaban un cierto buen efecto. Aquí también, una rápida inspección sirvió a Armand para comprobar que en una de ellas el paje de Baltasar calzaba un fusil de asalto parecido a los usados por las unidades tácticas del ejército británico y, en varios casos más, la virgen María mostraba una silueta realmente exuberante y vestía unos exiguos trapitos que claramente la habrían inhabilitado para la liturgia establecida.
Además de estas galas, “la pija” se había preocupado de agenciarse unas pocas fruslerías más, pagadas de su bolsillo, que dieran el toque final de distinción a su aula y dejase a las demás un tanto deslucidas, lo cual englobaba unas guirnaldas, un arbolito de Navidad bastante esquemático y muérdagos varios. En verdad, todo junto daba un aspecto bastante faraónico.
Armand contemplaba ahora como “la pija” colgaba las últimas guirnaldas con cara de gran concentración. Por vez primera advirtió, en ese mismo instante, que se había tomado la molestia de vestirse con un tono de gala sobria, como una profesora estricta de antaño, pero además se había pintarrajeado con tal exceso que su cara aportaba al cuadro un matiz como de concubina china. A él, dicho cuadro no pudo dejar de resultarle patético y amargo y volvió a replantearse el valor de ensañarse con alguien así. Al mirarla con unos ojos algo más piadosos se daba cuenta de la desgracia interior que soporta alguien para quien el cenit de la abstracción espiritual reside en la elección del tono del brillo de labios y en lo abyecto de quien decide ocupar su tiempo en buscarle una pública perdición, esgrimiendo un concepto propio y personal de lo que es la justicia y lo que es la estética.
Por otra parte, Armand tampoco había hecho eso, propiamente. En su particular razonamiento, él solo la había empujado a mostrar, a amplificar quizá, su absoluta ineficiencia existencial ante un teatrillo de gentes. Ni eso, tal vez. Él solo le había brindado una oportunidad para revelarse ante el anonadado público, dependía de ella el aprovecharla. En realidad, él solo la había incitado a hacer un poco el payaso delante del director, pero debería reconocer también que, sinceramente, esperaba que en el trascurso de esto se gestara, además, algún que otro desaguisado de gran elocuencia escénica. Él había cultivado algunas posibilidades a este respecto, inexcusablemente, y lo había hecho con plena alevosía.
En compendio, entonces, en Armand, allí plantado y observando el aspecto final de la clase, con todo el colorido y lo sobrecargado de un “revival” posmoderno del barroco, afloraba ya decididamente un sentimiento de culpa.
La clase estaba lista. Ahora debían sucederse unos minutos en los que los niños se trasladaban a un patio en el tejado del edificio para esparcirse, hasta el momento en que llegase el director. “La pija” hizo unas últimas comprobaciones de imagen en un mini espejito de guerra que guardaba siempre en su bolso, aprovechó para encasquetarse uno de sus caramelos debajo de la lengua, lo guardó todo en dicho bolso otra vez y después a éste en el armarito de profesores. Acto seguido organizó fácilmente una fila con sus almidonados pupilos eventuales, que parecían bajo el influjo místico de algún culto ceremonial misterioso y, de resultas de ello, estaban extrañamente calmos, y lideró su marcha hacia la escalera principal. Armand se quedó solo en el aula, entre las sombras, a merced de su oscuro destino. Para este momento tenía preparado un pequeño experimento de psicología pueril.    
Los niños jamás se atrevían a violar la intimidad de un profesor abriendo alguno de sus armarios pero, ¿y si el armario ya está abierto y el jugoso botín se encuentra a la vista? ¿Demasiada tentación para alguien solo incipientemente educado? Fríamente, Armand abrió el armarito y localizó rápidamente el bolso de “la pija”. Después, con unas pinzas largas de servir espárragos, logró sacar fuera de la abertura parte del envoltorio de los codiciados caramelos, inspeccionó rápidamente su composición química y así lo dejó todo. Siempre podría decir que él no había tocado el bolso. A continuación salió al vestíbulo cargado con varios enseres sobrantes de sus quehaceres rutinarios y se encontró, como había esperado, con la retaguardia de la columna de “la pija”, que subía aletargadamente por las escaleras. Ahí identificó a una niñita de mirada inquieta y avispada, una “damisela”. 
- ¡Ay! Me he dejado uno de los cajones de los cubiertos en tu clase... ¿Puedes ir a buscármelo...tú, niña? – Fingió Armand, no sin cierto nerviosismo.
La niña respondió saliendo disparada hacia el aula, puesto que no quería que se le escapase la fila. Armand dejó los trastos y llamó al montacargas, al rato apareció la niña cargando el cajón de las cucharillas con una mano, sujetándose un bulto debajo del vestidito, a la altura de la barriga, con la otra y portando en el rostro, además, una expresión autoinculpatoria. Armand le cogió el cajón, le dijo “gracias” y se hizo el distraído. “Demasiada tentación, en verdad”, pensó, entrando en el ascensor.

Ciertamente, también para el nonagenario director Champdecols aquel día iba a ser especial, según su propio vaticinio. Interiormente, es decir, sin haberlo comunicado a allegados ni accionistas, había estado pensando en jubilarse al final de aquel curso y, de acabar siendo así, aquella iba a ser su última Navidad en el glorificado Charlemagne. Habían sido muchos lustros cuidando de la fama y los valores semieclesiales de aquel centro, poniendo una parte de sí mismo en tan alta tarea, y se sentía algo emocionado. Además, aquel año iba a ser especial por más razones. Después de su itinerario de visitas a las clases se había convocado una reunión de antiguos alumnos, que compartían generación con el director, para recorrer una vez más, quizá la última, los pasillos de su querido colegio de la infancia. Este era un asunto de capital importancia afectiva para el director y un considerable dolor de cabeza para la oficina de conserjería, que tenía que extremar las medidas para que nada sobresaltase, asustase o hiciera resbalar al elenco de frágiles viejecitos.
Todo esto, junto con la presión del ritual, flotaba en la mente y las arterias del director mientras se aproximaba, a pie, a las principales dependencias del Charlemagne. Ante la corvada silueta que se recortó entre la bruma, doblando la esquina más próxima al colegio, se activaron todos los resortes del protocolo. El circo daba comienzo.
En la tercera planta, el territorio de Armand, la última fase preparatoria se llevaba a cabo con una cierta tensión acumulada y algo más. Lo de los caramelos tenía su sentido una vez se comprendía, con posterioridad a la inspección de su composición química, que efectivamente no eran adecuados para niños, es más, quizá ni tan siquiera se los debiera llevar a ningún colegio o parque infantil. “La pija” los habría sacado de algún comercio alegal de fitness y, por sus propiedades “desfibriladoras”, éste era el orgulloso mote del producto, debía usarlos como medio de mantenerse consciente ante la vida. Aquello llevaba cafeína, otros estimulantes diversos y algún derivado con fines militares de las anfetaminas que, además, tenía la cualidad de fomentar la quema de grasas. Ahora, la fila de niños retornaba a la clase con una contrastable algarabía y varios de sus miembros con unas pupilas extrañamente agrandadas y los ojos como los faros de un camión.
Al entrar en clase y recibir orden los niños de disponerse en sus respectivos asientos, Armand pudo observar, con alguna sorpresa, que las “damiselas” que había en aquella clase se habían dignado a repartir caramelos entre algunos de sus compañeros pero, proverbialmente, eran ellas las que se habían llevado la mejor parte. Aquellas cuatro presentaban una imagen desmejorada, con una diferencia de unos quince minutos respecto a la última vez que las vio tan solo. Llevaban el pelo hirsuto, síntoma inequívoco de peleas y estirones, estaban irascibles y no paraban de sisearse cosas las unas a las otras. Además temblaban ligeramente y se les podía ver algún tic en desarrollo. Armand pensó en si con aquello se habría pasado irremisiblemente de la raya. ¿Dónde estaría el límite de la sobredosis...vaya, de la sobredosis fatal? ¿Habría que ir pensando en esconder la mano? Realmente, eso tampoco resultaba muy loable dentro de su filosofía. En cualquier caso, este era el cuadro, por de pronto, y ya era tarde para rectificarlo.
Mientras los niños acababan de colocarse en su sitio, un vendaval de trasiego apareció por la escalinata principal. Era la supervisora de empleados, la persona encargada de contratar y meter en cintura al personal de limpieza y a los monitores, quien tenía bien ganada una cierta fama de severidad intransigente. Su mirada reflejaba este atributo en aquel mismo instante y la intensidad con que escrutaba cada espacio a su alrededor indicaba que no deseaba que nada representara una amenaza para el discurrir de su plan horario. Solo le faltaba un pinganillo, aunque habría sido de corte decorativo puesto que ella era la verdadera central de datos en esas tareas. Aquello era un síntoma inequívoco de que el director se encontraba realmente cerca, tal vez estuviera recibiendo los homenajes de los alumnos de la planta de abajo, en aquellos precisos instantes.
La supervisora correteó, con sus dos acólitas secretarias en los flancos, para efectuar una inspección a las aulas A y B, por no saltarse el orden alfabético, y cuando llegó a la C se paró un instante, asombrada por lo festivo de aquella decoración. Por suerte, los colorines y la efigie de “la pija”, plantada como una estaca delante de la puerta y con una sonrisa de azafata casi grotesca, atrajo toda su atención e hizo que no se fijara en la sintomatología de desorden frenológico que presentaban algunos niños. Después de esto se giró para lanzarle una mirada interrogativa a Armand, quien prefirió desviar la suya al suelo, y procedió a la inspección del aula D sin haber mediado palabra. Verdaderamente, a parte de lo hortera, nada parecía entrañar una seria amenaza para el protocolo allí dentro. En fin, nada que ella pudiera haber percibido a simple vista... La supervisora volvió sobre sus pasos por la escalera principal.
Armand experimentó un cierto alivio cuando esta hubo desaparecido de la escena sin ningún sobresalto, pero el encuentro verdaderamente crucial era el que estaba por venir y las dudas le asaltaron una vez más. Justo en ese momento “la pija” exclamaba “ay, las velas...”. Armand se encontraba a medio remordimiento cuando escuchó esto y demás lamentos que provenían del aula C. Nadie había pensado en traer algo con que encender las velas y completar aquel despliegue escenográfico. Ninguno de los niños tenía fuego tampoco, o no quisieron confesarlo, así que Armand exhaló un suspiro y entró en el aula.
- Toma... – Le dijo a “la pija” con aquel remordimiento aún en los ojos y alargándole su propio mechero.
- ¡Ay, gracias! Ahora te lo devuelvo – Respondió ella con verdadero alivio.
- Quédatelo... – Dijo él intentando esbozar una sonrisa amable auténtica, viéndose a sí mismo en medio de un momento bien cargado de simbolismo, el que evidenciaba su implicación definitiva y su eventual culpa en todo aquello.
Ajena a los derroteros mentales por los que pasaba Armand y sin prestar atención ya a lo que éste pudiera decir, “la pija” fue de mesa en mesa encendiendo velitas y apartando las histéricas manitas de los niños de los pesebres, las cuales ya llevaban un rato sin corromper nada y en consecuencia no se sentían realizadas. Esto por no contar que alrededor de un cuarto de la población de la clase estaba literalmente drogada. Al acabar su ronda, “la pija” hizo un sentido advertimiento-recordatorio sobre los peligros del fuego, a lo cual unos pocos niños respondieron asintiendo con la cabeza, otros muchos negando y los demás, como solían hacer con todo, mirando hacia otra parte obnubiladamente.
Cuando hubo acabado con las mesillas, “la pija” se fue hasta el escritorio magistral y de debajo suyo sacó una caja de dimensiones respetables, la dejó encima del escritorio y metió dentro un pesebre no especialmente rocambolesco que había quedado apartado del resto. Armand estaba intrigado.
- ¿Qué...Qué estas haciendo? – Le preguntó tímidamente.
- Preparando un pesebre que le hemos hecho al director como presente... – Contestó sin mirarle.
Después, ni corta ni perezosa, metió el mechero dentro de la caja, encendió las velitas y cerró la tapa. Armand se la quedó mirando con cara de espanto y ella se dio cuenta.
- Tsk... Ya me he preocupado de traer una caja lo suficientemente grande para que no se queme... no, no... – Dijo ella con un tonillo de reprimenda incompleto y procedió a trasladar la caja a la mesilla baja en que estaban expuestas las postales.
“Pues vale”, pensó Armand, sintiendo a medias que tanta estupidez le exoneraba a él de la culpa, y tomó nota mental de estar atento a las evoluciones de la caja. “La pija” concluyó su cometido, dejó por ahí tirado el mechero y recuperó su postura de recepción frente a la puerta.
Entonces, Armand sintió la necesidad de salir de aquella clase unos momentos, ya ni tan siquiera estaba seguro de que acabase sucediendo algo como lo que él había imaginado morbosamente. El sentido de la venganza restitutiva se diluía en él y ahora era la tensión de la espera lo que le carcomía. Casi ya no deseaba que ocurriese nada remarcable y se arrepentía, más que de su posible implicación efectiva, de todas las horas en que había ocupado su mente maquinando. Pensó en advertir a alguna de las juiciosas monitoras de las otras aulas del peligro que se gestaba en el aula C y organizar, entre todos, unas contramedidas. Pero echarse atrás en aquel momento hubiera representado un comportamiento un tanto delator y por eso, por un proceso de enjuiciamiento público, tampoco pasaba.
El director no subía y Armand pensó que, por lo menos, se apostaría dentro del aula C por si tenía que reaccionar ante un posible desastre en ciernes, “su” desastre. Allí dentro, “la pija” seguía estática, sin parpadear siquiera y sin poder ver que a su alrededor unos cuantos niños ya temblaban decididamente por la acumulación de tensión y de fármacos. Por su parte, las velitas encendidas estaban calentando las figuritas de los pesebres, algunas de las cuales ya se curvaban fatalmente. Otras, con una base más amplia, simplemente menguaban su altura y empezaban a emitir alguna burbujita desde su interior. Naturalmente, los niños se habían percatado de esto y tenían su atención fija en aquel aparente milagro químico. Hasta el momento, ninguno de ellos se había envalentonado a tocar las mutantes figuritas, solo el querusco y alguno de sus competidores en el ranking del ladrillismo lo hacían mediante un cubierto, tímidamente y con un reguerillo de baba desprendiéndose de la comisura de sus labios.
Entonces se oyeron unos pasos apresurados que subían por la escalera, el momento había llegado.  Una comitiva de tres integrantes más la supervisora apareció por la escalinata y se apostó delante del montacargas, en cuyo panel se encendió una flechita que apuntaba hacia arriba. En cuestión de instantes se pudo ver el armatoste instalándose grácilmente ante su audiencia por los ventanucos de la puerta, las compuertas de seguridad abriéndose y, tras un último obstáculo que desbloqueó la supervisora, la imagen del venerado director Champdecols emergiendo exultante de su receptáculo, junto con el ayudante personal que tenía para recordarle los nombres de la gente con que hablaba y para evitar que tropezones rutinarios no devengasen en fractura de cráneo. La comitiva lo guió hasta el aula A. Armand observaba desde el pasillito que daba al aula C, con una expectación ya desbordante. Anduvo nerviosamente hacia el vestíbulo, donde corría un aire más limpio.
Aquellos escasos minutos que permaneció allí esperando se hicieron eternos en su mente. No comprendía cabalmente, en el arranque de lucidez en que se encontraba ahora, como se había metido en todo aquello. Solo deseaba que terminase de una vez. El director ya había pasado al aula B, inmediatamente contigua a la A, pero allí se había demorado en la contemplación de la descendencia de un conocido suyo y la subsecuente verborrea ilustrativa. Armand, abandonando su habitual postura de camarero altivo, se roía las uñas. Entonces, en el aula B detectó lo que sin duda era el tono de una despedida y su corazón dio un vuelco. Ahora sí era el momento.
Se dio la vuelta y avanzó raudo hacia la clase C, pero allí la visión de lo que estaba aconteciendo no pudo sino horrorizarle por completo.
Primero de todo, allí algo olía a quemado, pero nada daba muestras de un incendio, ni la tapa de la caja del regalo al director se estaba oscureciendo, ni las velas habían prendido en ninguna guirnalda. Aparte de esto, las “damiselas” estaban enfrascadas en un apasionado diálogo de chismorreos y parecían señalar a aquellos niños con los ánimos más claramente adulterados, a los cuales ya les costaba bastante estarse quietos en sus asientos. Entre éstos últimos, algunos parecían bailar desde sus sillitas, otros estaban derechos y miraban en derredor como extrañados, tiraban nerviosamente del mantel de su mesa o apuñalaban sistemáticamente sus rebanadas de pan con uno de los microscópicos tenedores de que disponían. Las niñas mostraban una incipiente sombra debajo de los ojos que tal vez fueran unas florecientes ojeras de yonki.
A pesar de todo, esto no era lo más alarmante de aquella postal. Entre todas aquellas caritas contagiadas de excitación había por lo menos tres, las del querusco, el jíbaro y uno de los encefalogramas planos, que tenían una expresión como de abatimiento físico y un tono de piel tirando a ceniciento. El querusco tenía los prominentes mofletes hinchados y se sujetaba la barriga. Era evidente que aquella prole del demonio había incurrido con paso firme dentro del campo de la teofagia. Armand se aproximó corriendo a las mesas afectadas, allí faltaban al menos dos Reyes Magos, un niño Jesús y la copa de una palmera. Una virgen había sido solo probada, dejando tan solo su efigie sin cabeza. No hubiera creído que aquellos salvajes serían capaces de devorar enteras varias de aquellas figuritas que debían medir unos siete centímetros cada una y ahora no se imaginaba lo que aquello podría representar para sus cuerpecitos. Armand, con la mirada desencajada, se fue hasta el querusco, que aún se sujetaba la barriga entre tambaleos, y le cogió por los hombros. Solo poniendo ahí las manos ya se percibía la regurgitación que empezaba poco más abajo. “La pija” seguía enfocada a la puerta, como en estado vegetativo.
- ¡¿Pero que has hecho... pedazo de animal?! – Le dijo, con la voz rota y buscando infructuosamente sus pupilas en la masa de cristal opaco que eran sus gafas.
El otro no parecía enterarse de que alguien le estuviera hablando, solo lanzaba bufidos aderezados con algún eructo incontrolado.
- Cre... creo que a éste le pasa algo... – Exclamó Armand tratando de captar la atención de “la pija” pero rápidamente se cercioró de que esto ya no sería posible, ella tenía los ojos desorbitados de lo abiertos y la sonrisa estirada hasta las orejas, evidentemente el director Champdecols hacía su entrada.
Mientras la comitiva esperaba fuera, en el vestíbulo, la arqueada y menuda figura del anciano penetraba lentamente en el aula C, forrada en su traje de fieltro negro y con la afable e inquebrantable sonrisa por mascarón de proa. Pareció decir “bueno...” y lanzó una complacida mirada a los niños mientras avanzaba hacia “la pija”. Realmente, no debía distinguir otra cosa que borrosas sombritas de humanoides para no percatarse de que allí pasaba algo raro.  Armand sujetaba al querusco, desde la retaguardia de éste, por si acaso, con cara de espanto. Entonces “la pija” se preparó para lanzar su frase:
- ¡Niños! ¡Demos todos la bienvenida al...! –
Hasta que su alarde de efusividad se solapó con una suerte de mugido gutural y estentóreo que provenía de donde Armand.
- Whaaaa...whaa... – Pronunció el querusco al tiempo que daba rienda suelta, encima de su mesa, a una marea pastosa y verduzca de restos regurgitados que se desparramaron en todas direcciones y salpicando a las mesas contiguas.
Armand se echó para atrás con las manos en alto y una expresión de desbordamiento, justo en el momento en que nuevos mugidos surgían de detrás suyo y a la derecha. Justo después de esto estalló una desbandada histérica en que algunos niños escapaban lejos de las mesas y otros se retorcían, entre llantos, tratando de quitarse el mejunje gástrico de allí donde les hubiese impactado. Otros, sugestionados por los vapores y los aspavientos de sus compañeros, vomitaban también, espontáneamente. Con el aderezo de los que iban pasados de estupefacientes saltando y gritando encima de las mesas, el cuadro pintaba ya como un macabro campo de batalla. Al menos, los distintos colores de las papillas más caudalosas permitirían reconstruir post factum quien devoró a Melchor, quien a Gaspar y quien el pedazo de palmera. La cabeza de la virgen después de tanto trajín estomacal, había permanecido incorrupta.
En ese instante algunas de las figurillas que habían escapado a las tragedias anteriores empezaron a explosionar debido a las bolsas de aire que habían quedado en su interior al confeccionarlas, las cuales se habían calentado en exceso. Armand, tapándose la cara con su gorrito de algodón, abrió de par en par un ventanal para renovar el maltratado ambiente. Los niños corrían y gritaban. “La pija”, desde que las cosas empezaron a degenerar claramente, mutó su sonrisa de recepción hasta una expresión de cierto extrañamiento, sin decir nada, guardando la compostura. El director lo había estado observando todo con la misma actitud pero, al final, ante el caos de gritos y vómitos que crecía ante él como un maremoto, no pudo disimular una clara expresión de susto y se echó una mano a la nariz para guardarse del también creciente hedor. Su asistente asomaba los ojos desde detrás de su portafolios. En lo único, sin embargo, en que podía pensar “la pija” era en que el director no parecía estar llevándose una impresión demasiado deslumbrante de la esforzada decoración que le habían preparado, de modo que decidió sacar su arma secreta.
- Director Champidecols... – Dijo obnubiladamente, mientras se daba la vuelta para agarrar la caja que contenía su regalo – La clase C de preescolar-dos ha querido honrar su trabajo aquí con este presente lleno de cariño... – Y dio un pasito para alargarle la caja.
El director agarró el mencionado presente con un cierto aire de duda en sus ojos: la caja estaba caliente. “La pija” retrocedió, confiando en que aquello sentaría un buen recuerdo en el huésped de honor, pero al marchar hacia atrás uno de sus tacones pasó por encima de uno de los regueros de vómitos varios que avanzaban por la clase, no se dio cuenta y resbaló. Enfundada como estaba en su vestidito chaqueta y tratando de ganar algún equilibrio agitando irregularmente los brazos, solo pudo arquearse hacia atrás, quedarse suspendida un instante, así doblada, en el aire, y volver a arquearse violentamente hacia delante y cayendo de bruces al suelo, descenso en el cual acabó por golpear su rubia cabecita contra  el canto de una de las mesillas. Esto le sirvió, sin embargo, para evitar la deflagración ocurrida a la altura de la cara del director Champdecols quien, mientras la pija oscilaba, estaba concentrado en abrir aquella enorme caja que apenas podía manejar con las dos manos. Al final consiguió abrirla y comprobó que el fuego de dentro había ido calentando las figurillas y, al recibir el aire fresco de fuera, aquella débil llamita casi extinguida se revigorizó de golpe, lanzando un fogonazo y una explosión de plástico incandescente hacia su persona. Ante aquel petardo y la particular metralla fundida que emanaba de él, el ayudante del director salió corriendo, dejándole allí tambaleándose, con la cara cubierta de un mejunje turquesa abrasador y tratando de arrancarse las soldadas gafitas. Armand observaba pasmado y sobrecogido, acurrucado detrás de una mesa y tratando hacer levantar al querusco del suelo, quien giraba sobre si mismo y se reía letárgica y lerdamente.
En los instantes siguientes, en que los niños seguían vociferando como en un tránsito de neurastenia colectiva y la comitiva del director corría hacia el aula C, las “damiselas” observaron el momento propicio para el último golpe de su plan conspirativo. Discutieron un rato con cierto acaloramiento y, después, agarraron el cajón de los muñecos entre dos de ellas para abrirse, después, un camino hacia el vestíbulo. La supervisora y las demás turbadas figuras que entraban corriendo al aula no prestaron atención a unas pocas niñas que se les cruzaban, dado que tenían delante suyo la impactante estampa del director describiendo azarosos círculos y contorsionándose mientras trataba de despegarse la plastelina de la cara.
En estas “la pija” bregaba consigo misma para levantarse del suelo y se tocaba la dolorida cabeza. Cuando logró erguirse, por los efectos de lo que sin duda alguna era una pequeña conmoción cerebral, solo musitaba algo del director “Champi-del-clos”. El resto de la gente formaba un bullicio tumultuoso en que se urgía una explicación y una rápida atención para los niños y el director. Armand se estaba percatando de que el olor a quemado que había notado al principio no provenía del interior de la clase sino de la calle. Se giró hacia la ventana y hasta vio algún jirón de humo negro que se escurría hacia adentro de la clase. A su alrededor, algunos empezaban a toser y añadían un nuevo matiz en su escalada hacia el pánico. Después se llegaría a descubrir que unos chavales de los cursos superiores habían lanzado ociosamente un petardo dentro de un contenedor de basuras en la misma manzana del Charlemagne y, de resultas, ahora este estaba en llamas y despedía una abultada columna de humo negro.
Entre el humo y los recientes petardeos, cuyos ecos aún debían rebotar por su cavidad craneal, la mente de “la pija” se centró en una sola idea, su depauperada mirada se encendió y exclamó: “¡Fu... fuego! ¡¡Trerroristas!! ¡Vienen por el jhijo del alcalde!”.
Mientras esto sucedía, frente a la escalinata principal que debía conducirlas a su Ithaca particular, las “damiselas” experimentaban un fulminante proceso de golpe de estado en su organización. Así, sus cuatro hiperactivados miembros se habían escindido en cuatro hiperactivadas y beligerantes facciones que pugnaban, a arañazo limpio, por el control del cajón de los muñecos, insultándose estruendosamente en el proceso. En un momento dado, la más alta de ellas arrebato a las demás los asideros y logró subirse el cajón encima de la cabeza, donde el resto no alcanzaba. Ante esto las otras tres se le echaron encima con la intención de derribarla, haciéndola retroceder hasta la barandilla de la escalera, contra la cual se volcó el cajón de los muñecos, precipitándose estos por el hueco de la escalinata.
A partir de entonces ya operó decididamente la mala suerte porque, justo tres plantas más abajo, en el hall principal de entrada al colegio de donde nacía la escalera, se estaban congregando los antiquísimos exalumnos para esperar el director, que tenía que hacerles de cicerone, y fueron precisamente ellos los que, en un dramático e impactante instante, tuvieron que ver una bandada de formas de neonato, con sus pañales y todo, estampándose con enorme estrépito contra el suelo, justo ahí, delante de sus narices. Antes de comprender que se trataba de muñecos lo que se precipitaba desde los pisos superiores, unos cuantos de los ancianos se desvanecieron por el shock y se desplomaron sobre sus pies formando, ahí abajo, un nuevo foco de escándalo.
Simultáneamente, en las alturas “la pija” experimentaba una vorágine de estímulos psicotrópicos cuyos principales protagonistas eran una exótica banda de terroristas secuestraniños y el desvalido hijo del alcalde. Deshaciéndose de una de las ayudantes de la supervisora, que notaba que desvariaba y trataba de ayudarla a aguantarse derecha, cruzó la clase corriendo, entre nuevos resbalones, y se hizo con un muñeco que había caído del cajón en la fuga. El hijo del alcalde ni tan siquiera se había quedado a comer aquel día.
- ¡¡Trerrornistas!! ¡Vienen por el pijo del alcalde...! ¡El director Plastidecors está metido en elloo...! – Farfulló mientras trastabillaba sobre su propio eje.
Después de afirmar resueltamente esto y con el muñeco aferrado contra su pecho, “la pija” se armó de valor y cruzó de nuevo la clase en dirección a la puerta, soltando codazos a aquellos tantos que salieron a su impreciso paso, en lo que a ellos debió parecerles un fugaz, violento y desgreñado destello rubio. En verdad, para ir tan mal como iba corría como una gacela, una gacela profundamente perturbada. Con ello pudo cubrir la distancia que había entre la planta tres y el vestíbulo en muy pocos segundos, con lo que, cuando llegó abajo, algunos de los ancianos que recobraban el sentido se la encontraron justo ahí delante suyo, con pinta de loca y sosteniendo un último muñeco.
- ¡Esa es la que tira los niños...! – Gritaron varios con voz temblorosa y conmovida - ¡Cogedla! -
Y así fue que los sobreexcitados y furibundos abuelos se lanzaron sobre la obnubilada rubia, que ya veía conspiraciones en todas partes. Después se sucedió una dantesca reyerta en que la turba senil intercambiaba bastonazos por los codazos suicidas de “la pija”, quien, a pesar de encontrarse en clara desventaja numérica, aún logró abrirse pasó hasta la calle y desaparecer a la carrera.
Cuando los servicios de emergencia, ante el respetable cúmulo de dudas que se había generado entorno a lo acontecido en el Charlemagne, evacuaba todo el edificio por precaución, Armand bajó, junto con el resto del personal, hasta la entrada principal para salir después a la calle. Bajando ordenadamente aquellos peldaños, distinguió la mirada de aquella monitora que había visto el inicio de aquella “bromita”, que se le dirigía con un cierto atisbo de incriminación, y él no pudo disimular la consternación y la culpa. Bajó la vista y se afanó por salir de allí lo más deprisa posible. Ni siquiera se molestó en preguntarse que había ocurrido en el hall, con tanto viejo por los suelos, y qué había sido de “la pija”, aunque algo le decía que al menos el susto se lo había llevado. Tan solo cruzó aquel espacio sorteando los cuerpos que yacían desvanecidos o lesionados y a los miembros del personal médico y de bomberos, los mismos que habían apagado el contenedor adyacente, que los atendían y que subían a las plantas superiores, salió a la calle y se escurrió entre la gente.
Aquella tarde, en la moderadamente estrecha calle a la que daban las principales dependencias del Charlemagne se formó un pitote considerable. Las ambulancias convocadas para socorrer a ancianos y a niños con espasmos gástricos eran tantas que se formó una enorme cola de ellas en los aledaños y un subsecuente embotellamiento de tráfico. El asunto se prolongó lo suficiente para congregar a los curiosos y a los medios, cuyo titular más benigno el día siguiente sería el de “confusión en el Charlemagne”, y en todas partes pudieron verse imágenes y fotografías de los evacuados y de lo numeroso de estos, de los responsables del centro tapándose la cara y del director Champdecols saliendo escoltado por los enfermeros con la cara llena de una costra azulada.
Ante los extraños sucesos, o sea, de los virulentos ataques de vómitos, la extraña sustancia azul, de una rubia a la carrera gritando algo acerca de “terroristas” y de más testimonios histéricamente creativos y contradictorios, el personal sanitario llegó a especular con la posibilidad de la “amenaza química” y estos términos se filtraron al corrillo de gentes que allí se habían congregado. Fue un último momento de carreras desesperadas, gritos generalizados y unos cuantos heridos más que pondría el broche final a todo aquello.
Al llegar a su casa, Armand no pudo evitar sentir la necesidad de reflexionar. Sin duda había llevado las cosas demasiado lejos, hubiera o no hubiera sido él el factor causal determinante en toda la ecuación de la catástrofe. Había logrado, principalmente fomentar un desaguisado cruel y apocalíptico para vengarse de una ofensa nimia, visto ahora, en proporción con la penitencia, y se sintió un miserable. Se resistía a creer que hubiera algo malo en la repulsa que sentía hacia gente superficial y egocéntrica como “la pija”, tal vez el agonismo, el buscar la redención a sangre y fuego, fuera lo verdaderamente desencaminado en todo aquello. ¿Qué esperaba humillando públicamente a “la pija”? Sin duda no esperaba que ella extrajera una valiosa lección de la vida, ¿o tal vez sí?. ¿Acaso había querido reeducar a “la pija” con todo aquello? De ser así, la moraleja en estas cuestiones es que la ilustración proviene de gestos bienintencionados y bellas palabras, no de arteras triquiñuelas y jugadas sucias. “Nadie dijo que a Sócrates no le vinieran ganas de partirle la cara a alguno de sus interlocutores más gochos... pero se entiende que parte de su legendaria reputación provenía de saber reprimírselas sistemáticamente”, compuso Armand para sí mismo, se sentó en su cama y puso la cabeza entre las rodillas, abatido.
 Sin duda había una villanía antiética en aplastar de aquella forma a un ser vivo, incluso uno como “la pija”, y después de aquello no se sentiría con fuerzas de mirar a sus compañeros de trabajo a la cara, aunque no se le identificase a él como el precursor del desastre. ¿A que punto de morboso estancamiento y ensimismamiento había llegado aquel universo suyo de simbologías gestado entorno al trabajo para fomentar los ánimos que produjeron la perdición de “la pija”?, se preguntaba Armand y acto seguido pensó en que tal vez fuera el momento de cambiar de aires y, con una expresión apesadumbrada, se puso a ojear un periódico en busca de ofertas de trabajo.
Y de “la pija” nunca más se supo.
                     
         
                                                           CGM.
      
     



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