Este blog nace con la deleznable voluntad de ejercer de escaparate de los desatinos literarios de un autor cuyo nombre no conviene retener en mente. Estas cortas frases se encargaran de demostrarlo.
Oclofobia significa "miedo a las multitudes", en una acepción personal que va desde lo muy abstracto hasta lo jodidamente concreto. Mascarillas filosóficas aparte, es un título de proyección profética y autokafkiana, algo que ya se verá qué significa más adelante. Sea como sea, pretende demarcar el umbral de alegría con que trabajaremos, sea cual sea el género de explotación literaria.
Y al respecto de eso, nos dedicaremos principalmente a los de "risa", "miedo" e "inclasificables", en un espectro de interpolación triangular de gran y confusivo solapamiento. Naturalmente, dichas especificaciones serán advertidas debidamente a los blogxploradores, con cada experimento concreto de literatura que se exponga, para su propia seguridad.
Hay que advertir también, que lo de las palabras inventadas se restringe a los textos de la interfaz de este blog, y que no serán empleados (al menos tan a menudo y con la presente burdidad) en los mencionados especímenes literarios debidamente expuestos.
Otra es que habrá faltas de hortografía, es inevitable. Dicho sea de paso, se aceptan colaboraciones en condición de voluntariado para esto y cualquier tipo de trabajo engorroso que pueda concebirse.
Con todo, también se intentará ofrecer algún disfrute a quienes nos visiten, y esto... de corazón.
Por último, tristemente, y aunque es otro de aquellos temas que abarcan ámpliamente el campo de la filosofía, hay que advertir a los chorizos que todas las obras / especímenes / abortos literarios, están cuidadosamente registrados; solo por tocar las narices. También se plantea el debate sobre cual es el perfil de alguien que se dedique a robar textos como los que aquí se ofrecen, y sobre qué pretendería.
Con todo, un feliz saludo.
Vamos a ver que pasa...
sábado, 13 de noviembre de 2010
Justicia caballeresca (2ª parte)
[Viene de la parte I]
Aquel día, Armand pasó un buen rato reordenando platos en la estantería móvil del vestíbulo con aparente indolencia, justo hasta el momento que apareció por allí la monitora de una de las otras clases, la misma que había observado el inicio de todo aquello, curiosamente, cargando un montón de segundos platos. Era habitual que los monitores ayudasen a Armand a cargar las vajillas sucias y el lo agradecía. Naturalmente, era habitual en todos menos en “la pija”, con su concepción mayordómica del universo.
Él la interpeló con una llana observación acerca del tiempo nuboso que estaba haciendo aquellos días, a lo cual ella respondió mecánicamente. Siguieron dando vueltas sobre el tema y, ya cuando la cuestión casi no daba más de si, Armand se fijó, a través del rabillo de su ojo izquierdo, en que una sombra rubia se les acercaba por la espalda, era el momento de dar el siguiente paso en el programa.
- Si... Pues, al parecer, este año hay mucha expectación por lo de los recibimientos al director... ya sabes, muchos opinan que podría ser uno de sus últimos años al frente de la institución... y siendo el ciento...setenta... y seis aniversario del colegio... – Afirmó Armand con viva voz mientras controlaba que lo rubio siguiese acercándoseles.
- ¿Qué? – Respondió la monitora, sin haber entendido media palabra.
“La pija” se acercaba cargando con brío uno de los microscópicos vasitos de plástico que usaban los niños, con una cucharilla de postre dentro, al parecer se estaba interesando por lo que allí se decía. ¿Había picado?
- Si mujer... – Insistió Armand, abriendo mucho los ojos y mirándola fijamente a modo de señal. – Lo del recibimiento que cada año preparan las clases, el día 20, al director del colegio con motivo de felicitarle las navidades... y la tradición, también, de engalanar la clase como un sentido homenaje hacia él... -
- ¿Qué...? Ah...s...¡si claro! – Dijo al final la monitora, captando vagamente la intención que subyacía a esta extraña actitud. – Si es superimportante... -
Entonces fue cuando “la pija” emergió por uno de los flancos y arrojó gentilmente una mano sobre el hombro a cada uno de ellos.
- ¿Qué? – Dijo entonces.
- ¿Qué? – Respondieron la monitora y Armand, al unísono.
- ¿Qué es tan superimportante?
Realmente imprimía su particular huella, a través de la entonación, al usar el prefijo “super”. La monitora le lanzó a Armand una mirada de expectación.
- Pues... resulta que en este colegio existe una tradición... – Comenzó a explicarse, al tiempo que trataba de ordenar sus ideas... – y esa tradición es... esa tradición consiste en que el último día antes de las fiestas de Navidad el venerado director de esta institución, el señor Champdecols, se dedica a visitar personalmente a cada clase del colegio y entonces los niños le reciben con toda pompa y le presentan sus respetos y buenas intenciones... – Hasta el momento, todo era escrupulosamente cierto además. – Entonces... cada año los monitores se encargan de... embellecer las clases..., ya sabes, para dar al ambiente un parecido más... de gala, y es cada monitor el que se encarga de diseñar las guirnaldas y todo atuendo necesario, lo cual debe ser producido por los niños, a exhibir durante la recepción... – Armand no estaba del todo satisfecho con la verosimilitud de aquellas palabras y se preguntaba si “la pija” habría entendido algo. Ella estaba callada, pero lo miraba con cierto interés.
- ¿En serio...? – Preguntó al final.
- ...si... – Respondió Armand. Aún no sabía si es que le seguía la corriente o verdaderamente se lo había creído.
- Vaaya... – Al parecer no había sido capaz de advertir las grandes dosis de mala leche que había tras de aquello. - ¿Y porqué no me habéis dicho nada? Bueno, si no os llego a pillar hablando del tema ni me entero... -
- Ooh... verás... – Continuó Armand, con algunas licencias dramatúrgicas, parte de lo cual consistió en acercarse un poco a ella, simular apartar a la otra monitora de la conversación y una pose fingida de secretismo. – En realidad, entre el personal se entiende que esto es como una competición... una sana competición..., es decir, no hay premios ni nada, pero se considera que el implicar a los niños en este tributo a su amado y ancestral director denota una serie de cualidades profesionales muy apreciadas aquí y, claro..., no hay premios pero... – Hizo oscilar la cabeza de un lado al otro. “La pija” tenía la boca abierta y la exagerada expresión de alguien que acaba de descubrir las pruebas de una magna conspiración. – Los demás no te han dicho nada porqué los planes de cada clase se llevan en estricto secreto, ni tan siquiera los niños comentan nada entre ellos, y ya sabes como son... -
“La pija” seguía el diálogo anonadada, después le echó una mirada furtiva a la otra monitora, que sostenía un semblante extrañado, e interpretó esto como una actitud de velado disimulo. Acto seguido retornó su vista hacia Armand y asintió sin decir nada, después regresó a su clase, donde ya empezaban a volar algunos cubiertos. Por lo que se podía distinguir desde el vestíbulo, ella ignoró los desórdenes y, mordisqueándose un pulgar, comenzó a observar la particular distribución del espacio en el aula. Armand reseguía sus movimientos, con una sonrisa de maligna satisfacción.
- ¿Qué pretendes con esto? – Preguntó la monitora al cabo de un rato, haciendo que Armand regresara de sus maquinaciones.
- Nada...nada... ¿Por qué? Solo una bromita... para mantenerla ocupada... No le hará ningún daño montar un par de chorraditas decorativas para la clase, más bien al contrario, ¿no? – Se justificó él.
- No se... – Contestó ella, que no acababa de ver toda la limpieza del mundo en aquella explicación.
Hay que decir que Armand tampoco sabía bien bien lo que se hacía con todo aquello. Su mente estaba en constante ebullición imaginando como, con su simple empujoncito, “la pija” podía llegar a arrastrar a todo el colegio a un berenjenal de proporciones cataclísmicas. No imaginaba, aún, las maneras concretas en que todo ello podía ocurrir, pero tenía la etérea y extraña certeza de que ocurriría efectivamente, y todo gracias a lo que fue su “empujoncito”, pensaba él. Pero el destino se guardaría unas pocas maneras de implicarlo más firmemente en los acontecimientos por suceder.
Al día siguiente de la revelación, “la pija” apareció muy puntual en el trabajo, necesitaba tiempo para hacer unos cálculos, ayudada de un metro que se había traído de casa. Unos pocos días más tarde irrumpió puntual y estridentemente jovial en su clase, cargaba además con varios juegos de potecitos multicolores de una suerte de plastelina con componentes fósiles con la cual pretendía organizar la confección de pequeños pesebres que harían las veces de centro de mesa el día de la recepción. Al parecer, la mera arcilla había sido desechada por “tosca” y por dar una imagen “vulgar” y “pobretona”, en cambio, aquel moco fosforescente que ella había traído tenía, supuestamente, una aureola más “chillona” y “atractiva”. En cualquier caso, en lo que no había reparado la rubia pero sí Armand es que su sucedáneo colorista de la arcilla era tóxico, además de inflamable. Armand no podía imaginarse que nadie en aquel colegio hubiera pensado en vigilar los movimientos de aquella calamidad enlacada.
A Armand le rondaban las palabras “tóxica” e “inflamable” por la cabeza, “tóxica” e “inflamable”, y cuando se fijó en como los niños trapicheaban con aquella pasta y se la acercaban a la cara para olerla, tratando de elucubrar así sobre sus propiedades alimenticias, entonces lo tuvo claro: faltaba el fuego en la ecuación del peligro. De hecho, no le costó mucho convencer a uno de los crios de que sería una buena idea instalar unas pocas velitas en cada pesebre, en forma de diminutas antorchas que alumbraran solo tenuemente la mitológica escena, y, además, convencerlo de que había sido él y no Armand quien había tenido tal idea. A partir de aquí, “la pija” aceptó la sugerencia con gran regocijo y excitación, pensando que esta era la forma de lograr un verdadero impactó visual, y así sería en verdad, y nombró al tonto del haba del niño “gran maestro-ayudante feng shui”.
Después de esto, mirando al entronizado e inocente niñito que había sido instrumento de sus confabulaciones, Armand vivió algo parecido a un momento transcendental. Se imaginó estando de pie en una pendiente de piedra descompuesta y grandes bloques a punto de empezar a rodar, arrostrado entre cascotes y encarado hacía un valle. Abajo, en la lejanía, las pendientes confluían en un punto más o menos llano donde se ubicaba un pequeño pueblecito de blanqueadas fachadas y techos de teja. Era un pueblecito elitista y lleno de engreídos. Él se encontraba en las alturas, cerca del punto más alto de la pendiente y, por lo tanto, del más alejado del pueblo, y ante su persona yacía erguida una piedra ligeramente ovalada que debía medir medio metro de largo. Por un instante le pareció que aquella piedra llevaba gafas de topo. Sin tan siquiera pensárselo, él daba una patada a la piedra y ésta se echaba a rodar, golpeando a otras más grandes y generando una pequeña estampida de enormes bloques. Después, descendiendo cuidadosamente por la pendiente, se dedicaba a empujar hacia abajo otra vez aquellas piedras grandes que habían iniciado el descenso pero se habían parado prematuramente. Ahora las piedras formaban ya un buen corrillo, avanzaban a toda velocidad, con gran estrépito y levantando la grava a su paso, y se acercaban al pueblo de forma implacable.
Por primera vez, un pequeño sentimiento de culpabilidad asomó en la conciencia de Armand: él estaba animando al desastre y lo sabía. Sin embargo, ¿cómo resistirse a acabar lo empezado? Aquellas dudas podrían ser fruto de una cierta mojigatería, por no decir de cobardía, de alguna artimaña mental propia destinada a evitar a “la pija” una lección que se merecía y también había que guardarse de eso. No, no había freno para aquello. Más adelante, el destino pondría a Armand en otras de estas encrucijadas morales, ante las cuales él no se podría resistir a echar a rodar más piedras.
Entre las primeras consideraciones barajadas para engendrar la venganza contra “la pija”, Armand concibió la posibilidad de organizar, desde la sombra, un levantamiento revolucionario contra su yugo rubio y dejarla en ridículo. Pero aquello fue desechado rápidamente pues los niños ya estallaban en abruptos levantamientos cuando les venía en gana; vaya, que nada constituía menos yugo que “la pija”. A pesar de esto, una serie de someras exploraciones pusieron en conocimiento de Armand que ya había varios subterfugios en marcha en la clase. En concreto había uno que podía resultar prometedor: el impulsado por el club de las “Damiselas de hierro”, heredero espiritual de las “princesitas”, que según parecía llevaba tiempo tratando de encontrar la manera de apropiarse de unos caramelos sin azúcar que “la pija” traía ostentosamente cada día pero que nunca compartía con los niños, poniendo la excusa de que “sólo eran para mayores”. A parte, también pensaban hacerse con un cajón lleno de muñecos con forma de bebé humano que resultaban indispensables para el desarrollo demográfico de su plan, que incluía fugarse a los lavabos y fundar allí una nueva sociedad utópica y matriarcal. Armand siguió ojeando las evoluciones de esta conspiración durante un tiempo y, al final, encontró en ella otra de esas piedras que estaban deseando pegarse un viajecito.
Con estos subrepticios retoques, Armand veía como la cosa empezaba a tomar una forma interesante y, entre estas consideraciones, noviembre llegó a su fin. Las dos primeras semanas de diciembre sirvieron para perfilar otro par de detalles más y para acrecentar la excitación en él, que además había estado reprimiendo su mordacidad hasta el gran día. De hecho, trataba de disimular sus nervios aparentando una total normalidad de trato con “la pija”. Fueron unos días duros en que tuvo que aguantarse las ganas de contarle a alguien lo que estaban contribuyendo a urdir él y la fatalidad. Pero cada vez faltaba menos y, al final, según las prospectivas, la espera se vería recompensada.
Finalmente llegó el esperado día. Aquel veinte de diciembre amaneció gris y con un serio presagio de lluvia. Igualmente, dentro del Charlemagne había unas vibraciones extrañas, que presagiaban tormenta. Armand, más que nunca, estaba expectante y contenido. Estaba disponiendo las mesillas como cada día, solo que esta vez lo hacía bajo la supervisión de “la pija”, quien cuidaba que se dejara espacio suficiente para los centros de mesa. Él se esforzaba por no mirarla directamente, pero aún así se percibía que ella también estaba nerviosa y expectante. Realmente, se había implicado plenamente en aquella fantochada.
Cuando hubo acabado su parte, Armand se retiró para que fueran insertados los últimos retoques de la decoración. Al final, se podría decir que aquello reflejaba el mejor trabajo que eran capaces de desarrollar los niños y “la pija” en comandita. Los pesebres plásticos confeccionados por ellos mismos, vistos de lejos, aún podían sugerir una natalidad contemplada por la inspiración de alguno de los grandes creadores del modernismo. Pero al observarlos más de cerca se constataba que la mayoría de personajes mostraban unas facciones monstruosas, dada la dificultad que revestía trabajar con aquel mejunje que se secaba en segundos. Tenían unos rasgos claramente encefalíticos, los ojos saliéndoles de las cuencas y una expresión de demencia bestial, en general, que recordaba, más que a las vaticanas estampas de Miguel Ángel, a alguno de los rubicundos cuadros de El Bosco. Seguramente, en otros tiempos se habría llegado a considerar aquello como algo sacrílego. Esto amén de las buenas intenciones y los pesebres construidos con espíritu de corrección, porque también había otros en que, fruto de unas inadecuadas medidas de supervisión o de la voluntad de no castrar la imaginación errante de los retacos, el niño Jesús tenía cuernos, yacía en el pozo en vez de en su moisés o había conseguido formar un ejército de animales bovinos y cercado con él a los Reyes Magos. Esto tal vez fuera fruto de la imaginación de Armand, pero habría asegurado que en una de las mesas el angelito alumbrador tenía un bulto sospechosamente grande en la entrepierna y para que eso destaque en una túnica larga debe haber una intención mediante, pensó él, pero no dijo nada. A parte de esto, en un arrebato dickensiano, “la pija” había urgido a los niños a confeccionar unas postales barateras de bienvenida, las cuales, todas juntas y expuestas, aún causaban un cierto buen efecto. Aquí también, una rápida inspección sirvió a Armand para comprobar que en una de ellas el paje de Baltasar calzaba un fusil de asalto parecido a los usados por las unidades tácticas del ejército británico y, en varios casos más, la virgen María mostraba una silueta realmente exuberante y vestía unos exiguos trapitos que claramente la habrían inhabilitado para la liturgia establecida.
Además de estas galas, “la pija” se había preocupado de agenciarse unas pocas fruslerías más, pagadas de su bolsillo, que dieran el toque final de distinción a su aula y dejase a las demás un tanto deslucidas, lo cual englobaba unas guirnaldas, un arbolito de Navidad bastante esquemático y muérdagos varios. En verdad, todo junto daba un aspecto bastante faraónico.
Armand contemplaba ahora como “la pija” colgaba las últimas guirnaldas con cara de gran concentración. Por vez primera advirtió, en ese mismo instante, que se había tomado la molestia de vestirse con un tono de gala sobria, como una profesora estricta de antaño, pero además se había pintarrajeado con tal exceso que su cara aportaba al cuadro un matiz como de concubina china. A él, dicho cuadro no pudo dejar de resultarle patético y amargo y volvió a replantearse el valor de ensañarse con alguien así. Al mirarla con unos ojos algo más piadosos se daba cuenta de la desgracia interior que soporta alguien para quien el cenit de la abstracción espiritual reside en la elección del tono del brillo de labios y en lo abyecto de quien decide ocupar su tiempo en buscarle una pública perdición, esgrimiendo un concepto propio y personal de lo que es la justicia y lo que es la estética.
Por otra parte, Armand tampoco había hecho eso, propiamente. En su particular razonamiento, él solo la había empujado a mostrar, a amplificar quizá, su absoluta ineficiencia existencial ante un teatrillo de gentes. Ni eso, tal vez. Él solo le había brindado una oportunidad para revelarse ante el anonadado público, dependía de ella el aprovecharla. En realidad, él solo la había incitado a hacer un poco el payaso delante del director, pero debería reconocer también que, sinceramente, esperaba que en el trascurso de esto se gestara, además, algún que otro desaguisado de gran elocuencia escénica. Él había cultivado algunas posibilidades a este respecto, inexcusablemente, y lo había hecho con plena alevosía.
En compendio, entonces, en Armand, allí plantado y observando el aspecto final de la clase, con todo el colorido y lo sobrecargado de un “revival” posmoderno del barroco, afloraba ya decididamente un sentimiento de culpa.
La clase estaba lista. Ahora debían sucederse unos minutos en los que los niños se trasladaban a un patio en el tejado del edificio para esparcirse, hasta el momento en que llegase el director. “La pija” hizo unas últimas comprobaciones de imagen en un mini espejito de guerra que guardaba siempre en su bolso, aprovechó para encasquetarse uno de sus caramelos debajo de la lengua, lo guardó todo en dicho bolso otra vez y después a éste en el armarito de profesores. Acto seguido organizó fácilmente una fila con sus almidonados pupilos eventuales, que parecían bajo el influjo místico de algún culto ceremonial misterioso y, de resultas de ello, estaban extrañamente calmos, y lideró su marcha hacia la escalera principal. Armand se quedó solo en el aula, entre las sombras, a merced de su oscuro destino. Para este momento tenía preparado un pequeño experimento de psicología pueril.
Los niños jamás se atrevían a violar la intimidad de un profesor abriendo alguno de sus armarios pero, ¿y si el armario ya está abierto y el jugoso botín se encuentra a la vista? ¿Demasiada tentación para alguien solo incipientemente educado? Fríamente, Armand abrió el armarito y localizó rápidamente el bolso de “la pija”. Después, con unas pinzas largas de servir espárragos, logró sacar fuera de la abertura parte del envoltorio de los codiciados caramelos, inspeccionó rápidamente su composición química y así lo dejó todo. Siempre podría decir que él no había tocado el bolso. A continuación salió al vestíbulo cargado con varios enseres sobrantes de sus quehaceres rutinarios y se encontró, como había esperado, con la retaguardia de la columna de “la pija”, que subía aletargadamente por las escaleras. Ahí identificó a una niñita de mirada inquieta y avispada, una “damisela”.
- ¡Ay! Me he dejado uno de los cajones de los cubiertos en tu clase... ¿Puedes ir a buscármelo...tú, niña? – Fingió Armand, no sin cierto nerviosismo.
La niña respondió saliendo disparada hacia el aula, puesto que no quería que se le escapase la fila. Armand dejó los trastos y llamó al montacargas, al rato apareció la niña cargando el cajón de las cucharillas con una mano, sujetándose un bulto debajo del vestidito, a la altura de la barriga, con la otra y portando en el rostro, además, una expresión autoinculpatoria. Armand le cogió el cajón, le dijo “gracias” y se hizo el distraído. “Demasiada tentación, en verdad”, pensó, entrando en el ascensor.
Ciertamente, también para el nonagenario director Champdecols aquel día iba a ser especial, según su propio vaticinio. Interiormente, es decir, sin haberlo comunicado a allegados ni accionistas, había estado pensando en jubilarse al final de aquel curso y, de acabar siendo así, aquella iba a ser su última Navidad en el glorificado Charlemagne. Habían sido muchos lustros cuidando de la fama y los valores semieclesiales de aquel centro, poniendo una parte de sí mismo en tan alta tarea, y se sentía algo emocionado. Además, aquel año iba a ser especial por más razones. Después de su itinerario de visitas a las clases se había convocado una reunión de antiguos alumnos, que compartían generación con el director, para recorrer una vez más, quizá la última, los pasillos de su querido colegio de la infancia. Este era un asunto de capital importancia afectiva para el director y un considerable dolor de cabeza para la oficina de conserjería, que tenía que extremar las medidas para que nada sobresaltase, asustase o hiciera resbalar al elenco de frágiles viejecitos.
Todo esto, junto con la presión del ritual, flotaba en la mente y las arterias del director mientras se aproximaba, a pie, a las principales dependencias del Charlemagne. Ante la corvada silueta que se recortó entre la bruma, doblando la esquina más próxima al colegio, se activaron todos los resortes del protocolo. El circo daba comienzo.
En la tercera planta, el territorio de Armand, la última fase preparatoria se llevaba a cabo con una cierta tensión acumulada y algo más. Lo de los caramelos tenía su sentido una vez se comprendía, con posterioridad a la inspección de su composición química, que efectivamente no eran adecuados para niños, es más, quizá ni tan siquiera se los debiera llevar a ningún colegio o parque infantil. “La pija” los habría sacado de algún comercio alegal de fitness y, por sus propiedades “desfibriladoras”, éste era el orgulloso mote del producto, debía usarlos como medio de mantenerse consciente ante la vida. Aquello llevaba cafeína, otros estimulantes diversos y algún derivado con fines militares de las anfetaminas que, además, tenía la cualidad de fomentar la quema de grasas. Ahora, la fila de niños retornaba a la clase con una contrastable algarabía y varios de sus miembros con unas pupilas extrañamente agrandadas y los ojos como los faros de un camión.
Al entrar en clase y recibir orden los niños de disponerse en sus respectivos asientos, Armand pudo observar, con alguna sorpresa, que las “damiselas” que había en aquella clase se habían dignado a repartir caramelos entre algunos de sus compañeros pero, proverbialmente, eran ellas las que se habían llevado la mejor parte. Aquellas cuatro presentaban una imagen desmejorada, con una diferencia de unos quince minutos respecto a la última vez que las vio tan solo. Llevaban el pelo hirsuto, síntoma inequívoco de peleas y estirones, estaban irascibles y no paraban de sisearse cosas las unas a las otras. Además temblaban ligeramente y se les podía ver algún tic en desarrollo. Armand pensó en si con aquello se habría pasado irremisiblemente de la raya. ¿Dónde estaría el límite de la sobredosis...vaya, de la sobredosis fatal? ¿Habría que ir pensando en esconder la mano? Realmente, eso tampoco resultaba muy loable dentro de su filosofía. En cualquier caso, este era el cuadro, por de pronto, y ya era tarde para rectificarlo.
Mientras los niños acababan de colocarse en su sitio, un vendaval de trasiego apareció por la escalinata principal. Era la supervisora de empleados, la persona encargada de contratar y meter en cintura al personal de limpieza y a los monitores, quien tenía bien ganada una cierta fama de severidad intransigente. Su mirada reflejaba este atributo en aquel mismo instante y la intensidad con que escrutaba cada espacio a su alrededor indicaba que no deseaba que nada representara una amenaza para el discurrir de su plan horario. Solo le faltaba un pinganillo, aunque habría sido de corte decorativo puesto que ella era la verdadera central de datos en esas tareas. Aquello era un síntoma inequívoco de que el director se encontraba realmente cerca, tal vez estuviera recibiendo los homenajes de los alumnos de la planta de abajo, en aquellos precisos instantes.
La supervisora correteó, con sus dos acólitas secretarias en los flancos, para efectuar una inspección a las aulas A y B, por no saltarse el orden alfabético, y cuando llegó a la C se paró un instante, asombrada por lo festivo de aquella decoración. Por suerte, los colorines y la efigie de “la pija”, plantada como una estaca delante de la puerta y con una sonrisa de azafata casi grotesca, atrajo toda su atención e hizo que no se fijara en la sintomatología de desorden frenológico que presentaban algunos niños. Después de esto se giró para lanzarle una mirada interrogativa a Armand, quien prefirió desviar la suya al suelo, y procedió a la inspección del aula D sin haber mediado palabra. Verdaderamente, a parte de lo hortera, nada parecía entrañar una seria amenaza para el protocolo allí dentro. En fin, nada que ella pudiera haber percibido a simple vista... La supervisora volvió sobre sus pasos por la escalera principal.
Armand experimentó un cierto alivio cuando esta hubo desaparecido de la escena sin ningún sobresalto, pero el encuentro verdaderamente crucial era el que estaba por venir y las dudas le asaltaron una vez más. Justo en ese momento “la pija” exclamaba “ay, las velas...”. Armand se encontraba a medio remordimiento cuando escuchó esto y demás lamentos que provenían del aula C. Nadie había pensado en traer algo con que encender las velas y completar aquel despliegue escenográfico. Ninguno de los niños tenía fuego tampoco, o no quisieron confesarlo, así que Armand exhaló un suspiro y entró en el aula.
- Toma... – Le dijo a “la pija” con aquel remordimiento aún en los ojos y alargándole su propio mechero.
- ¡Ay, gracias! Ahora te lo devuelvo – Respondió ella con verdadero alivio.
- Quédatelo... – Dijo él intentando esbozar una sonrisa amable auténtica, viéndose a sí mismo en medio de un momento bien cargado de simbolismo, el que evidenciaba su implicación definitiva y su eventual culpa en todo aquello.
Ajena a los derroteros mentales por los que pasaba Armand y sin prestar atención ya a lo que éste pudiera decir, “la pija” fue de mesa en mesa encendiendo velitas y apartando las histéricas manitas de los niños de los pesebres, las cuales ya llevaban un rato sin corromper nada y en consecuencia no se sentían realizadas. Esto por no contar que alrededor de un cuarto de la población de la clase estaba literalmente drogada. Al acabar su ronda, “la pija” hizo un sentido advertimiento-recordatorio sobre los peligros del fuego, a lo cual unos pocos niños respondieron asintiendo con la cabeza, otros muchos negando y los demás, como solían hacer con todo, mirando hacia otra parte obnubiladamente.
Cuando hubo acabado con las mesillas, “la pija” se fue hasta el escritorio magistral y de debajo suyo sacó una caja de dimensiones respetables, la dejó encima del escritorio y metió dentro un pesebre no especialmente rocambolesco que había quedado apartado del resto. Armand estaba intrigado.
- ¿Qué...Qué estas haciendo? – Le preguntó tímidamente.
- Preparando un pesebre que le hemos hecho al director como presente... – Contestó sin mirarle.
Después, ni corta ni perezosa, metió el mechero dentro de la caja, encendió las velitas y cerró la tapa. Armand se la quedó mirando con cara de espanto y ella se dio cuenta.
- Tsk... Ya me he preocupado de traer una caja lo suficientemente grande para que no se queme... no, no... – Dijo ella con un tonillo de reprimenda incompleto y procedió a trasladar la caja a la mesilla baja en que estaban expuestas las postales.
“Pues vale”, pensó Armand, sintiendo a medias que tanta estupidez le exoneraba a él de la culpa, y tomó nota mental de estar atento a las evoluciones de la caja. “La pija” concluyó su cometido, dejó por ahí tirado el mechero y recuperó su postura de recepción frente a la puerta.
Entonces, Armand sintió la necesidad de salir de aquella clase unos momentos, ya ni tan siquiera estaba seguro de que acabase sucediendo algo como lo que él había imaginado morbosamente. El sentido de la venganza restitutiva se diluía en él y ahora era la tensión de la espera lo que le carcomía. Casi ya no deseaba que ocurriese nada remarcable y se arrepentía, más que de su posible implicación efectiva, de todas las horas en que había ocupado su mente maquinando. Pensó en advertir a alguna de las juiciosas monitoras de las otras aulas del peligro que se gestaba en el aula C y organizar, entre todos, unas contramedidas. Pero echarse atrás en aquel momento hubiera representado un comportamiento un tanto delator y por eso, por un proceso de enjuiciamiento público, tampoco pasaba.
El director no subía y Armand pensó que, por lo menos, se apostaría dentro del aula C por si tenía que reaccionar ante un posible desastre en ciernes, “su” desastre. Allí dentro, “la pija” seguía estática, sin parpadear siquiera y sin poder ver que a su alrededor unos cuantos niños ya temblaban decididamente por la acumulación de tensión y de fármacos. Por su parte, las velitas encendidas estaban calentando las figuritas de los pesebres, algunas de las cuales ya se curvaban fatalmente. Otras, con una base más amplia, simplemente menguaban su altura y empezaban a emitir alguna burbujita desde su interior. Naturalmente, los niños se habían percatado de esto y tenían su atención fija en aquel aparente milagro químico. Hasta el momento, ninguno de ellos se había envalentonado a tocar las mutantes figuritas, solo el querusco y alguno de sus competidores en el ranking del ladrillismo lo hacían mediante un cubierto, tímidamente y con un reguerillo de baba desprendiéndose de la comisura de sus labios.
Entonces se oyeron unos pasos apresurados que subían por la escalera, el momento había llegado. Una comitiva de tres integrantes más la supervisora apareció por la escalinata y se apostó delante del montacargas, en cuyo panel se encendió una flechita que apuntaba hacia arriba. En cuestión de instantes se pudo ver el armatoste instalándose grácilmente ante su audiencia por los ventanucos de la puerta, las compuertas de seguridad abriéndose y, tras un último obstáculo que desbloqueó la supervisora, la imagen del venerado director Champdecols emergiendo exultante de su receptáculo, junto con el ayudante personal que tenía para recordarle los nombres de la gente con que hablaba y para evitar que tropezones rutinarios no devengasen en fractura de cráneo. La comitiva lo guió hasta el aula A. Armand observaba desde el pasillito que daba al aula C, con una expectación ya desbordante. Anduvo nerviosamente hacia el vestíbulo, donde corría un aire más limpio.
Aquellos escasos minutos que permaneció allí esperando se hicieron eternos en su mente. No comprendía cabalmente, en el arranque de lucidez en que se encontraba ahora, como se había metido en todo aquello. Solo deseaba que terminase de una vez. El director ya había pasado al aula B, inmediatamente contigua a la A, pero allí se había demorado en la contemplación de la descendencia de un conocido suyo y la subsecuente verborrea ilustrativa. Armand, abandonando su habitual postura de camarero altivo, se roía las uñas. Entonces, en el aula B detectó lo que sin duda era el tono de una despedida y su corazón dio un vuelco. Ahora sí era el momento.
Se dio la vuelta y avanzó raudo hacia la clase C, pero allí la visión de lo que estaba aconteciendo no pudo sino horrorizarle por completo.
Primero de todo, allí algo olía a quemado, pero nada daba muestras de un incendio, ni la tapa de la caja del regalo al director se estaba oscureciendo, ni las velas habían prendido en ninguna guirnalda. Aparte de esto, las “damiselas” estaban enfrascadas en un apasionado diálogo de chismorreos y parecían señalar a aquellos niños con los ánimos más claramente adulterados, a los cuales ya les costaba bastante estarse quietos en sus asientos. Entre éstos últimos, algunos parecían bailar desde sus sillitas, otros estaban derechos y miraban en derredor como extrañados, tiraban nerviosamente del mantel de su mesa o apuñalaban sistemáticamente sus rebanadas de pan con uno de los microscópicos tenedores de que disponían. Las niñas mostraban una incipiente sombra debajo de los ojos que tal vez fueran unas florecientes ojeras de yonki.
A pesar de todo, esto no era lo más alarmante de aquella postal. Entre todas aquellas caritas contagiadas de excitación había por lo menos tres, las del querusco, el jíbaro y uno de los encefalogramas planos, que tenían una expresión como de abatimiento físico y un tono de piel tirando a ceniciento. El querusco tenía los prominentes mofletes hinchados y se sujetaba la barriga. Era evidente que aquella prole del demonio había incurrido con paso firme dentro del campo de la teofagia. Armand se aproximó corriendo a las mesas afectadas, allí faltaban al menos dos Reyes Magos, un niño Jesús y la copa de una palmera. Una virgen había sido solo probada, dejando tan solo su efigie sin cabeza. No hubiera creído que aquellos salvajes serían capaces de devorar enteras varias de aquellas figuritas que debían medir unos siete centímetros cada una y ahora no se imaginaba lo que aquello podría representar para sus cuerpecitos. Armand, con la mirada desencajada, se fue hasta el querusco, que aún se sujetaba la barriga entre tambaleos, y le cogió por los hombros. Solo poniendo ahí las manos ya se percibía la regurgitación que empezaba poco más abajo. “La pija” seguía enfocada a la puerta, como en estado vegetativo.
- ¡¿Pero que has hecho... pedazo de animal?! – Le dijo, con la voz rota y buscando infructuosamente sus pupilas en la masa de cristal opaco que eran sus gafas.
El otro no parecía enterarse de que alguien le estuviera hablando, solo lanzaba bufidos aderezados con algún eructo incontrolado.
- Cre... creo que a éste le pasa algo... – Exclamó Armand tratando de captar la atención de “la pija” pero rápidamente se cercioró de que esto ya no sería posible, ella tenía los ojos desorbitados de lo abiertos y la sonrisa estirada hasta las orejas, evidentemente el director Champdecols hacía su entrada.
Mientras la comitiva esperaba fuera, en el vestíbulo, la arqueada y menuda figura del anciano penetraba lentamente en el aula C, forrada en su traje de fieltro negro y con la afable e inquebrantable sonrisa por mascarón de proa. Pareció decir “bueno...” y lanzó una complacida mirada a los niños mientras avanzaba hacia “la pija”. Realmente, no debía distinguir otra cosa que borrosas sombritas de humanoides para no percatarse de que allí pasaba algo raro. Armand sujetaba al querusco, desde la retaguardia de éste, por si acaso, con cara de espanto. Entonces “la pija” se preparó para lanzar su frase:
- ¡Niños! ¡Demos todos la bienvenida al...! –
Hasta que su alarde de efusividad se solapó con una suerte de mugido gutural y estentóreo que provenía de donde Armand.
- Whaaaa...whaa... – Pronunció el querusco al tiempo que daba rienda suelta, encima de su mesa, a una marea pastosa y verduzca de restos regurgitados que se desparramaron en todas direcciones y salpicando a las mesas contiguas.
Armand se echó para atrás con las manos en alto y una expresión de desbordamiento, justo en el momento en que nuevos mugidos surgían de detrás suyo y a la derecha. Justo después de esto estalló una desbandada histérica en que algunos niños escapaban lejos de las mesas y otros se retorcían, entre llantos, tratando de quitarse el mejunje gástrico de allí donde les hubiese impactado. Otros, sugestionados por los vapores y los aspavientos de sus compañeros, vomitaban también, espontáneamente. Con el aderezo de los que iban pasados de estupefacientes saltando y gritando encima de las mesas, el cuadro pintaba ya como un macabro campo de batalla. Al menos, los distintos colores de las papillas más caudalosas permitirían reconstruir post factum quien devoró a Melchor, quien a Gaspar y quien el pedazo de palmera. La cabeza de la virgen después de tanto trajín estomacal, había permanecido incorrupta.
En ese instante algunas de las figurillas que habían escapado a las tragedias anteriores empezaron a explosionar debido a las bolsas de aire que habían quedado en su interior al confeccionarlas, las cuales se habían calentado en exceso. Armand, tapándose la cara con su gorrito de algodón, abrió de par en par un ventanal para renovar el maltratado ambiente. Los niños corrían y gritaban. “La pija”, desde que las cosas empezaron a degenerar claramente, mutó su sonrisa de recepción hasta una expresión de cierto extrañamiento, sin decir nada, guardando la compostura. El director lo había estado observando todo con la misma actitud pero, al final, ante el caos de gritos y vómitos que crecía ante él como un maremoto, no pudo disimular una clara expresión de susto y se echó una mano a la nariz para guardarse del también creciente hedor. Su asistente asomaba los ojos desde detrás de su portafolios. En lo único, sin embargo, en que podía pensar “la pija” era en que el director no parecía estar llevándose una impresión demasiado deslumbrante de la esforzada decoración que le habían preparado, de modo que decidió sacar su arma secreta.
- Director Champidecols... – Dijo obnubiladamente, mientras se daba la vuelta para agarrar la caja que contenía su regalo – La clase C de preescolar-dos ha querido honrar su trabajo aquí con este presente lleno de cariño... – Y dio un pasito para alargarle la caja.
El director agarró el mencionado presente con un cierto aire de duda en sus ojos: la caja estaba caliente. “La pija” retrocedió, confiando en que aquello sentaría un buen recuerdo en el huésped de honor, pero al marchar hacia atrás uno de sus tacones pasó por encima de uno de los regueros de vómitos varios que avanzaban por la clase, no se dio cuenta y resbaló. Enfundada como estaba en su vestidito chaqueta y tratando de ganar algún equilibrio agitando irregularmente los brazos, solo pudo arquearse hacia atrás, quedarse suspendida un instante, así doblada, en el aire, y volver a arquearse violentamente hacia delante y cayendo de bruces al suelo, descenso en el cual acabó por golpear su rubia cabecita contra el canto de una de las mesillas. Esto le sirvió, sin embargo, para evitar la deflagración ocurrida a la altura de la cara del director Champdecols quien, mientras la pija oscilaba, estaba concentrado en abrir aquella enorme caja que apenas podía manejar con las dos manos. Al final consiguió abrirla y comprobó que el fuego de dentro había ido calentando las figurillas y, al recibir el aire fresco de fuera, aquella débil llamita casi extinguida se revigorizó de golpe, lanzando un fogonazo y una explosión de plástico incandescente hacia su persona. Ante aquel petardo y la particular metralla fundida que emanaba de él, el ayudante del director salió corriendo, dejándole allí tambaleándose, con la cara cubierta de un mejunje turquesa abrasador y tratando de arrancarse las soldadas gafitas. Armand observaba pasmado y sobrecogido, acurrucado detrás de una mesa y tratando hacer levantar al querusco del suelo, quien giraba sobre si mismo y se reía letárgica y lerdamente.
En los instantes siguientes, en que los niños seguían vociferando como en un tránsito de neurastenia colectiva y la comitiva del director corría hacia el aula C, las “damiselas” observaron el momento propicio para el último golpe de su plan conspirativo. Discutieron un rato con cierto acaloramiento y, después, agarraron el cajón de los muñecos entre dos de ellas para abrirse, después, un camino hacia el vestíbulo. La supervisora y las demás turbadas figuras que entraban corriendo al aula no prestaron atención a unas pocas niñas que se les cruzaban, dado que tenían delante suyo la impactante estampa del director describiendo azarosos círculos y contorsionándose mientras trataba de despegarse la plastelina de la cara.
En estas “la pija” bregaba consigo misma para levantarse del suelo y se tocaba la dolorida cabeza. Cuando logró erguirse, por los efectos de lo que sin duda alguna era una pequeña conmoción cerebral, solo musitaba algo del director “Champi-del-clos”. El resto de la gente formaba un bullicio tumultuoso en que se urgía una explicación y una rápida atención para los niños y el director. Armand se estaba percatando de que el olor a quemado que había notado al principio no provenía del interior de la clase sino de la calle. Se giró hacia la ventana y hasta vio algún jirón de humo negro que se escurría hacia adentro de la clase. A su alrededor, algunos empezaban a toser y añadían un nuevo matiz en su escalada hacia el pánico. Después se llegaría a descubrir que unos chavales de los cursos superiores habían lanzado ociosamente un petardo dentro de un contenedor de basuras en la misma manzana del Charlemagne y, de resultas, ahora este estaba en llamas y despedía una abultada columna de humo negro.
Entre el humo y los recientes petardeos, cuyos ecos aún debían rebotar por su cavidad craneal, la mente de “la pija” se centró en una sola idea, su depauperada mirada se encendió y exclamó: “¡Fu... fuego! ¡¡Trerroristas!! ¡Vienen por el jhijo del alcalde!”.
Mientras esto sucedía, frente a la escalinata principal que debía conducirlas a su Ithaca particular, las “damiselas” experimentaban un fulminante proceso de golpe de estado en su organización. Así, sus cuatro hiperactivados miembros se habían escindido en cuatro hiperactivadas y beligerantes facciones que pugnaban, a arañazo limpio, por el control del cajón de los muñecos, insultándose estruendosamente en el proceso. En un momento dado, la más alta de ellas arrebato a las demás los asideros y logró subirse el cajón encima de la cabeza, donde el resto no alcanzaba. Ante esto las otras tres se le echaron encima con la intención de derribarla, haciéndola retroceder hasta la barandilla de la escalera, contra la cual se volcó el cajón de los muñecos, precipitándose estos por el hueco de la escalinata.
A partir de entonces ya operó decididamente la mala suerte porque, justo tres plantas más abajo, en el hall principal de entrada al colegio de donde nacía la escalera, se estaban congregando los antiquísimos exalumnos para esperar el director, que tenía que hacerles de cicerone, y fueron precisamente ellos los que, en un dramático e impactante instante, tuvieron que ver una bandada de formas de neonato, con sus pañales y todo, estampándose con enorme estrépito contra el suelo, justo ahí, delante de sus narices. Antes de comprender que se trataba de muñecos lo que se precipitaba desde los pisos superiores, unos cuantos de los ancianos se desvanecieron por el shock y se desplomaron sobre sus pies formando, ahí abajo, un nuevo foco de escándalo.
Simultáneamente, en las alturas “la pija” experimentaba una vorágine de estímulos psicotrópicos cuyos principales protagonistas eran una exótica banda de terroristas secuestraniños y el desvalido hijo del alcalde. Deshaciéndose de una de las ayudantes de la supervisora, que notaba que desvariaba y trataba de ayudarla a aguantarse derecha, cruzó la clase corriendo, entre nuevos resbalones, y se hizo con un muñeco que había caído del cajón en la fuga. El hijo del alcalde ni tan siquiera se había quedado a comer aquel día.
- ¡¡Trerrornistas!! ¡Vienen por el pijo del alcalde...! ¡El director Plastidecors está metido en elloo...! – Farfulló mientras trastabillaba sobre su propio eje.
Después de afirmar resueltamente esto y con el muñeco aferrado contra su pecho, “la pija” se armó de valor y cruzó de nuevo la clase en dirección a la puerta, soltando codazos a aquellos tantos que salieron a su impreciso paso, en lo que a ellos debió parecerles un fugaz, violento y desgreñado destello rubio. En verdad, para ir tan mal como iba corría como una gacela, una gacela profundamente perturbada. Con ello pudo cubrir la distancia que había entre la planta tres y el vestíbulo en muy pocos segundos, con lo que, cuando llegó abajo, algunos de los ancianos que recobraban el sentido se la encontraron justo ahí delante suyo, con pinta de loca y sosteniendo un último muñeco.
- ¡Esa es la que tira los niños...! – Gritaron varios con voz temblorosa y conmovida - ¡Cogedla! -
Y así fue que los sobreexcitados y furibundos abuelos se lanzaron sobre la obnubilada rubia, que ya veía conspiraciones en todas partes. Después se sucedió una dantesca reyerta en que la turba senil intercambiaba bastonazos por los codazos suicidas de “la pija”, quien, a pesar de encontrarse en clara desventaja numérica, aún logró abrirse pasó hasta la calle y desaparecer a la carrera.
Cuando los servicios de emergencia, ante el respetable cúmulo de dudas que se había generado entorno a lo acontecido en el Charlemagne, evacuaba todo el edificio por precaución, Armand bajó, junto con el resto del personal, hasta la entrada principal para salir después a la calle. Bajando ordenadamente aquellos peldaños, distinguió la mirada de aquella monitora que había visto el inicio de aquella “bromita”, que se le dirigía con un cierto atisbo de incriminación, y él no pudo disimular la consternación y la culpa. Bajó la vista y se afanó por salir de allí lo más deprisa posible. Ni siquiera se molestó en preguntarse que había ocurrido en el hall, con tanto viejo por los suelos, y qué había sido de “la pija”, aunque algo le decía que al menos el susto se lo había llevado. Tan solo cruzó aquel espacio sorteando los cuerpos que yacían desvanecidos o lesionados y a los miembros del personal médico y de bomberos, los mismos que habían apagado el contenedor adyacente, que los atendían y que subían a las plantas superiores, salió a la calle y se escurrió entre la gente.
Aquella tarde, en la moderadamente estrecha calle a la que daban las principales dependencias del Charlemagne se formó un pitote considerable. Las ambulancias convocadas para socorrer a ancianos y a niños con espasmos gástricos eran tantas que se formó una enorme cola de ellas en los aledaños y un subsecuente embotellamiento de tráfico. El asunto se prolongó lo suficiente para congregar a los curiosos y a los medios, cuyo titular más benigno el día siguiente sería el de “confusión en el Charlemagne”, y en todas partes pudieron verse imágenes y fotografías de los evacuados y de lo numeroso de estos, de los responsables del centro tapándose la cara y del director Champdecols saliendo escoltado por los enfermeros con la cara llena de una costra azulada.
Ante los extraños sucesos, o sea, de los virulentos ataques de vómitos, la extraña sustancia azul, de una rubia a la carrera gritando algo acerca de “terroristas” y de más testimonios histéricamente creativos y contradictorios, el personal sanitario llegó a especular con la posibilidad de la “amenaza química” y estos términos se filtraron al corrillo de gentes que allí se habían congregado. Fue un último momento de carreras desesperadas, gritos generalizados y unos cuantos heridos más que pondría el broche final a todo aquello.
Al llegar a su casa, Armand no pudo evitar sentir la necesidad de reflexionar. Sin duda había llevado las cosas demasiado lejos, hubiera o no hubiera sido él el factor causal determinante en toda la ecuación de la catástrofe. Había logrado, principalmente fomentar un desaguisado cruel y apocalíptico para vengarse de una ofensa nimia, visto ahora, en proporción con la penitencia, y se sintió un miserable. Se resistía a creer que hubiera algo malo en la repulsa que sentía hacia gente superficial y egocéntrica como “la pija”, tal vez el agonismo, el buscar la redención a sangre y fuego, fuera lo verdaderamente desencaminado en todo aquello. ¿Qué esperaba humillando públicamente a “la pija”? Sin duda no esperaba que ella extrajera una valiosa lección de la vida, ¿o tal vez sí?. ¿Acaso había querido reeducar a “la pija” con todo aquello? De ser así, la moraleja en estas cuestiones es que la ilustración proviene de gestos bienintencionados y bellas palabras, no de arteras triquiñuelas y jugadas sucias. “Nadie dijo que a Sócrates no le vinieran ganas de partirle la cara a alguno de sus interlocutores más gochos... pero se entiende que parte de su legendaria reputación provenía de saber reprimírselas sistemáticamente”, compuso Armand para sí mismo, se sentó en su cama y puso la cabeza entre las rodillas, abatido.
Sin duda había una villanía antiética en aplastar de aquella forma a un ser vivo, incluso uno como “la pija”, y después de aquello no se sentiría con fuerzas de mirar a sus compañeros de trabajo a la cara, aunque no se le identificase a él como el precursor del desastre. ¿A que punto de morboso estancamiento y ensimismamiento había llegado aquel universo suyo de simbologías gestado entorno al trabajo para fomentar los ánimos que produjeron la perdición de “la pija”?, se preguntaba Armand y acto seguido pensó en que tal vez fuera el momento de cambiar de aires y, con una expresión apesadumbrada, se puso a ojear un periódico en busca de ofertas de trabajo.
Y de “la pija” nunca más se supo.
CGM.
Justicia caballeresca
Definir la relación de Armand con los niños habría exigido una sucinta revisión del proceso de formación de opinión del primero, remontándose hasta su misma etapa como infante, acerca de los segundos, como colectivo, y seguramente hubiera contenido algún componente agonístico. Ya siendo él mismo uno de ellos, los juzgaba excesivamente revoltosos y anárquicos y, al crecer, se había alegrado, retrospectivamente, de haber abandonado la manada. No es que albergase un rencor hacia aquella etapa y sus vivencias, de hecho las recordaba con cierta ternura, pero su adulto racionalismo se había afianzado en la repulsa de aquella vida incivilizada y arbitraria.
En cualquier caso, lo que sí tendía a enrarecer progresivamente aquella relación era el hecho de que Armand se hubiera afincado cómodamente, desde hacía unos años, en un puesto de ayudante de mantenimiento en el colegio “Charlemagne”, de entre la gama media de colegios privados, en el estadio inmediatamente previo al alarde abierto de elitismo, uno de los más reputados, por una serie de razones de método pedagógico que a él se le escapaban. El centro estaba dotado de unas modernas instalaciones de cocina y la gran versatilidad de la estructura arquitectónica permitía que los chiquillos comieran a gusto en el mismo espacio en que daban clase, ahorrándose el traslado. La tarea de Armand, en líneas generales, era la de limpiar todo aquello que se ensuciase durante aquellos trasiegos, lo cual generalmente era bastante más de lo imprescindible, tratándose, como se trataba aquél curso, de niños de cinco años.
Su responsabilidad era ocuparse casi exclusivamente de aquella franja de edad, que se componía de unas cuatro aulas que podían sumar hasta más de cien niños en los días buenos, dedicados todos al ejercicio creativo de pringarse de pies a cabeza, vomitar de las formas más diversas y plásticamente provocativas y saquear indiscriminadamente el material del colegio. A pesar de que, en cuanto a educarlos, su contrato no le exigía nada de nada, el instinto de conservación le dictaba que si podía entrenar en la cordura, un poco ni que fuera, a aquellos vándalos paticortos tanto mejor para todos. Con esto, la motivación para la interacción, como para la tragedia nerviosa, estaba servida.
En esencia, se podría decir que estos intentos etológicos de Armand terminaban demasiado a menudo en fracaso. Amargamente había ido descubriendo, con los años, que los padres que llevaban a sus hijos a aquel colegio, mayormente de clase media-alta, lo hacía con la principal motivación de librarse de los retoños el máximo posible de horas al día. De ahí que además los machacasen a extraescolares. Eso si, a la vuelta los querían enteros, limpios y, muy importante, completamente adoctrinados para no tener que tomarse la molestia de tener una conversación con ellos y poder enseñarlos troferilmente a los amigos. Por ello, la franja de edad concreta de los cinco años, etapa en que el incipiente ego de los angelitos se encuentra desbordante, como celebrándose a sí mismo, presentaba un magnífico elenco de elementos desconocedores sinceros de cualquier tipo de autoridad, sin costumbre de refrenarse en nada y con una sobredosis permanente de azúcar. Eran pequeños “führers” borrachos.
Naturalmente, Armand tampoco creía que todos ellos fueran unos bárbaros irrecuperables, tan solo irrecuperables en general. De hecho, ahí se congregaba a cierta “flor y nata” de los estratos medio-altos de la ciudad, incluso en la clase C de aquel curso de preescolar se contaba con la distinguida presencia del hijo del alcalde, algo a lo que Armand no prestaba la menor atención. En cualquier caso, si aquello era el fruto fenotípico de alguna suerte de pretendida aristocracia social, sencillamente no podía hacerse más para su propio descrédito fulminante.
En el presente curso, el “zoo de la decadencia civilizatoria”, cómo él llamaba a su jurisdicción, presentaba un poderoso surtido de especimenes. Había uno que permanecía todo el día con la boca abierta, ininterrumpidamente. Su sistema mental parecía bien inmunizado a reaccionar con estímulo delante de letras, dibujos o discursos, solo lo hacía delante de alguna barbaridad de nihilística simpleza producida por alguno de sus congéneres, como verterse samfaina por el pecho. Entonces entraba en un proceso de simiesca excitación. Un día muy recordado se lo había encontrado comiéndose resuelta y ausentemente el postre con una mano, mientras apoyaba la cabeza en la otra y el codo en el segundo plato, unas lonchas de carne en rollo nadando en una densa grasa, que ni tan siquiera había probado. Esa imagen convenció a Armand de que el sujeto tenía unas inexcusables cualidades de colgado y concluyó que si bien era peligrosamente estúpido, al menos también era lento.
Sin embargo, en cuestión de estrecho contacto con el mundo real, había otro que parecía superarle. Un ejemplar rubio, algo más voluminoso que el resto, de morros salidos y babeantes, grandes y adormecidos ojos y una circunferencia de cráneo más que considerable. Con todo, recordaba a un famoso pájaro amarillo de dibujos animados. Si todo el tiempo que pasaba en su aparente estado de semi-catatonia muscular lo hubiera estado dedicando a madurar ideas medio sofisticadas, pensaba Armand, aquel crío debía de acabar siendo un intelectual. Pero no. Éste al menos era inocuo, además de lento. Como máximo proveía de alguna escena inspiradamente absurda, como el día que confundió el plato de postre sucio con la silla, cogió la silla en volandas y, en vez de ponerla en su sitio, con los demás platos de postre sucios, la tiró a la basura. Después permaneció azorado ante la visión de la silla, que no cabía en el cubo de la basura, comprendiendo remotamente que algo fallaba por allí.
Un peligro bastante mayor para el sano orden del protocolo diario era un engendro retaco y callado que sostenía una expresión de atención continua ante todo. Aquel instigador con ciertas dotes para la retórica populista estaba presente en todos los fregados, aunque rara vez los iniciaba, para ello no tenía seso. Lo más inquietante era su imagen física, puesto que los pelos desgreñados, los ojos saltones y el buzón que tenía por boca le recordaban a Armand a las víctimas de la técnica jíbara de reducción de cráneos, más contando que el suyo tenía el tamaño de una pelota de golf. Por ello, y por vislumbrar en él una pizca de inteligencia aplicada, le daba cierto yuyu.
Por otra parte, aún y con las grandes cualidades apuntadas, los ejemplos contados se veían eclipsados ante el genio creativo del auténtico sucesor de Calígula para los tiempos modernos. “Denle unos años...”, solía decir Armand en tono profético. En otra perspectiva, también podía recordar a un medio humano, de anárquica estupidez, rescatado, de entre los tiempos, de alguna tribu de rubios queruscos iletrados y visceralmente destructivos. Realmente, aquello representaba un ejemplo magnífico de cómo un sistema educativo, por concienzudamente sabios que sean sus planteamientos, siempre se encontrará con algún subproducto con el que sea incapaz de tratar. “Aquello” no tenía control, es decir, no se regía por ninguna suerte de ley constante o medio racional, solo erraba por el espacio-tiempo con su lerda sonrisa y sus gafas de topo, contagiando la imbecilidad a sus coetáneos. No se podía dialogar con él y, puesto que tampoco podía tocársele, nunca daba la impresión de haberse enterado de nada. Juzgaba con el mismo interés un susurro que un salvaje grito de reprimenda en su misma oreja. Su mundo no tenía orden estructural y todo lo que caía en sus manos tenía un futuro incierto. En la mesa arrastraba a los demás comensales a experimentar con la textura de las comidas y con vías alternativas al uso de cubiertos. En un corto espacio de tiempo, Armand lo había visto organizar un pequeño depósito de desechos orgánicos entre los libros de recreo que había en su clase, comerse los distintos platos a puñados, incluida la vichyssoise, y devorar tranquila y despreocupadamente un surtido de frutos secos variados que había sido confeccionado por toda la clase durante los estudios temáticos del pasado trimestre y había quedado, hasta ese día, en orgullosa exposición.
Éstas, ya de por si, eran unas magníficas razones para abocar el destino formativo de toda la clase a un fracaso irredimible. Pero había otras aún más acuciantes: las niñas. Igual de anárquicas e ingobernables que los niños pero con motivos concretos, a su vez anárquicos e ingobernables. Las niñas tenían la capacidad de poner el complemento de inteligencia que hacía falta para encauzar la lunática creatividad de los niños, creando, en adición, tumultos más siniestros, más populosos y de mayor alcance que cualquier otro.
Eran ellas, las más de las veces, las que motivaban los enseñamientos de sexos por debajo de las mesas en que se sentaban a comer y que siempre terminaban en alardes de exhibicionismo a varias bandas. Ellas reconocían muy remotamente que había algo impúdico en ello y que, ante tal actitud, la confusión y el desconcierto cundían entre las filas de adultos. Armand en concreto tenía por costumbre desaparecer raudamente de las escenas en que se cometían tales irreflexividades. También fueron ellas las que encontraron digno de exploración empírica el patrón de reacciones físicas de un jilguero, que supuestamente debía ayudar a instruirles en el respeto y dedicación que exigían las cosas vivas, ante los gritos polifónicamente desaforados de toda la clase en coro. Al poco tiempo de ello el jilguero apareció cadáver en su jaulita y tenía una expresión en los ojos y el pico que parecía querer dejar constancia de una muerte horrible, en que su delicado y harmonioso sistema nervioso se habría colapsado al completo.
Como no podía ser de otra forma, también fueron niñas las principales implicadas que hubo en una fuga de tres de ellas al exterior de las instalaciones del colegio. En un alarde de confianza y autonomía habían decidido escapar a las frondosidades del algún parque público para fundar una república puero-gineica independiente, que serviría de base para el posterior rescate de las demás socias del club “Princesitas de la muerte”. Por fortuna, las líderes espirituales del movimiento fueron interceptadas en el curso de esta expedición fundadora cuando, viajando por la red de autobuses públicos, no pudieron escapar a la mirada escrutadora de una verdulera de 60 años que las vio fingir ser acompañadas por varias personas sucesivamente y que, después de abordarlas, les encontró en el bolsillo unos esquemas para un plan de asalto a una tienda de chucherías. Gracias a estas medidas contrarrevolucionarias espontáneas, el colegio pudo evitar el juicio por lo penal.
Ante este tipo de “gracias” por parte de los pequeñines, a menudo a Armand le daba por pensar en Nietzsche y sus apologéticas odas de celebración del vitalismo más instintivo e irrefrenado y, particularmente, de su reivindicación de la metáfora de los infantes como los portadores de su más genuino exponente. Le habría causado un enorme deleite contar con la anacrónica posibilidad de encontrarse personalmente con el gran pensador, comprobar cara a cara la vigencia de estas ideas y, acto seguido, proceder a encerrarlo en una habitación sin ventanas con seis o siete de los pequeñines por él seleccionados. Al cabo de una hora de tenerlos ahí juntos abriría una rendija de la puerta para echar dentro un chupachup, un bote de laca en spray y un mechero con el seguro roto. Entonces se habría deleitado oyendo gritar de desbordamiento al resoluto filósofo prusiano, agonizando entre un caos que no levanta dos palmos del suelo, y cagarse en Schopenhauer y la madre que parió al vitalismo.
Por otra parte, aún contando con el circo que se desenvolvía diariamente ante sus ojos, se podría decir que Armand había conseguido imponerse una cierta estabilidad de temperamento ante el normal caos de su trabajo. Conocía bien los desajustes que se podía encontrar rutinariamente y, ejercitando la actitud mental adecuada, podía enfrentarse a ello con la flema y mantener el enconamiento abierto con las hordas bárbaras bajo coto. Pero todo absolutamente, y esta frágil estabilidad en especial, cambió drásticamente el día que “la pija” irrumpió en su vida, con una sonora patada en la puerta de su serenidad. Desde el principio un mal augurio afloraba en su mente avisándolo de la “disrupción cósmica” que aquello significaría para la tranquilidad de todos. Pero trágicamente, en ese momento decidió prestar oídos sordos al pesimismo.
De hecho, una cierta amargura se reavivaba en Armand cuando recordaba como al principio de la andadura de “la pija” en el Charlemagne, y haciendo mofa de sus propios vaticinios, se había cachondeado públicamente de esa nueva presencia, afirmando que hasta sería “malévolamente entretenido” tenerla por ahí formando estúpidas e inofensivas charlotadas. Pero toda charlotada deja de ser inofensiva cuando a uno le implica en determinadas formas, o cuando estas se suman y se juntan para formar un “continuo de subnormalidad”. Esto es lo que pensaba Armand ahora, después de ver a “la pija” en acción durante algunas semanas.
Ella, en si misma, tenía lo suficiente para ser considerada una especie de estereotipo andante: rubia, refinada hasta la náusea y, en fin, con el tono nasal y las maneras sin las cuales no hay pijo que valga. Cada vez que hablaba, incluso las veces en que la charla era banal o bien funcional y no requería evidenciar ninguna de las ideas sobre el mundo que poblaban, escasa y quijotescamente, su cabecita, Armand obtenía un recordatorio sintético y fulminante de su personal conclusión al debate “por qué el mundo siempre será una mierda”. Hay que decir, también, que en una relación en la que media una animosidad tan grande en alguna de las partes suele requerirse de dos personalidades fuertes o muy características para que cunda la refriega, en este caso se encontrarían una de gran finura observadora y algo excéntrica y otra decididamente estúpida.
Ante todo, Armand era un animal de costumbres y lo que menos deseaba era una guerra abierta que hiciera de su entorno laboral algo inestable e imprevisible. Además, ya estaba acostumbrado a tratar con lo que él denominaba “burgueses recalcitrantes” y aún con los “idiotas”, primero en el sentido etimológico y después en el vulgar, y, en principio, “la pija” no tenía porqué exceder la combinación de estas tres categorías. A pesar de ello, no le resultó nada fácil adaptarse a los particularismos de su forma de trabajar y habría tenido que admitir su capacidad para sorprenderle.
“La pija” mostraba un nulo sentido de la profesionalidad. Estaba al cargo de una treintena de niños de cinco años a los que trataba como si fueran cachorros de panda con un coeficiente intelectual de 180, ignorando así al pequeño cabroncete irrefrenable que crecía dentro de cada uno de ellos, con contadas excepciones. Con esto por base, y junto a su personalidad abstraída y volátil, conseguía retrasarse en la realización de cada pequeña tarea de las que conformaban su rutina, esto obligaba a los demás monitores a permanecer atentos a lo que se dejaba por hacer y, en consecuencia, a retrasar la suya propia y, todo junto, como las olitas que se forman en la superficie de un estanque, se propagaba hasta el duro y estipulado “procedure” del staff de limpieza y de Armand en concreto.
Aún y con estas “afrentas” a su tranquilidad, Armand podía haber sobrellevado la situación si no hubiera tenido que mantener un trato personal con ella. Era entonces, cuando los problemas tenían cara, cuando le era difícil controlar su ansias de paladinesca y, a veces, incomprensiblemente absurda sed de venganza. En este apartado “la pija” tampoco defraudaba. Se conducía en medio de una aureola de dignidad aristocratizante y trataba a Armand de una forma paternalista, como si el hecho de trabajar en la limpieza le exigiese el tipo de castración intelectual que, de hecho, él le atribuía a ella. Además tenía la fea costumbre de inmiscuirse groseramente en los momentos en que Armand se solazaba conversando con otras monitoras que, al contrario de ella, no tenían un encefalograma plano. Esto constituía también una amarga molestia, pero lo que más erizaba el vello de la nuca de Armand y le ponía el odio a flor de piel era su costumbre de tocarle, de ponerle una mano en el hombro, cuando tenía que pedirle algo, como cambiar la bolsa de la basura o limpiar algún desastre gastronómico-intestinal, cosas que él hacia a diario. Esto le desagradaba en especial por verlo como parte de todo su universo de artificios femeninos pijos, destinados a conseguir que el mundo baile a tu son, como lo eran los vadeos inconscientes de cabeza, los contoneos al caminar o la risa fingidamente gutural. Pero este era un tipo de persuasión que no funcionaba con los niños que tenía bajo su supervisión, ni tampoco con Armand, a quién le despertaba, más bien, una especie de neblinoso orgullo proletario con forma de arma arrojadiza.
Aún y así, empero, los patrones de vida laboral conservadores dictaban a Armand lo desaconsejable de “arrojar el guante” hacia un monitor. Por ello, durante aquellos primeros meses de curso se autoimpuso la actitud del antropólogo sorprendido, observador y juicioso pero manteniendo siempre la distancia y el afán descriptivo, meramente.
Aquellos fueron meses en los que vería de todo. No sólo vio muchas veces confirmada la falta de profesionalidad de “la pija” sino que también constató una ausencia total de capacidades y vocación para cuidar o hacerse cargo, lo que los ingleses llamarían “to rise”, de algo más complejo que una planta de plástico sin volverlo un ser egocéntrico e imbuido de un hedonismo sociópata. Había momentos en que una llamada a su teléfono móvil le hacía olvidarse por completo del mundo circundante de amenazas infantiles para plegarse a los cacareos y grititos de roedor propios de una conversación entre pijos. Los niños habían llegado a asociar heurísticamente el sonido polifónico de “I want it that way”, de los Backstreet boys, con el vacío de poder y la anarquía. En esos momentos se entregaban despreocupadamente a sus depravados instintos, amontonando comidas varias debajo de las mesas, levantándose de sus asientos para animar alguna reyerta simplista con un compañero o fugándose a los lavabos, simplemente.
En otro abanico de situaciones en las que algo se rompía, por ejemplo un plato, “la pija” formaba un cordón de seguridad alrededor de la zona de impacto y obligaba a sustituir todas las viandas a una radio de dos metros, con lo que Armand tenía que afanarse a trabajar ante un anfiteatro de miradas divertidas y contentas de escurrir el bulto con alguna mongolería. Mientras tanto “la pija” acostumbraba a aprovechar para recomponerse del trasiego, hacer uno de sus “chequeos de imagen” y observar a Armand con una sentida expresión, como la de alguien que asiste a la retirada de un cadáver en un accidente de tráfico.
En una ocasión concreta de las primeras semanas, cuando la opinión de Armand no estaba tan formada, se había podido comprobar el calibre de la trágica ineptitud en ciernes. La tutora de las catacumbas educativas que era la clase C había conminado a sus pupilos a abandonar sus mesillas y permanecer pacíficamente sentados en el suelo entretanto Armand iba disponiendo sus entrenadas artes para convertir el aula en un comedor. En un momento dado la profesora había abandonado la clase para ir al lavabo o algo, a coger aire habría sido perfectamente comprensible, y durante ese lapso de tiempo llegó “la pija” y asumió sus funciones. Cuando ésta hizo su entrada el resorte del caos se disparó automáticamente y advinieron los gritos, las carreras y las peleas. Armand restó iluminado ante la imagen del jíbaro amontonando libros para acceder, con ocultas intenciones, incluso para sí mismo, al acuario que ocupaba el lugar del jilguero difunto, de una camarilla de niñas desplegando muñecos para representar alguno de sus esquemas de dominación megalómana y del querusco, que se las había ingeniado para colgar la bata en un perchero sin quitársela, y ya empezaba a ponerse morado y a ahogarse entre risas lerdas. Entre todo esto “la pija” se dedicaba con tesón a la tarea de enfundarse y arreglar la caída de su batita de enfermera.
Alarmada por el follón que se estaba gestando, la profesora regresó a la carrera e irrumpió en gritos de reprimenda por el mal comportamiento mostrado y los niños comprendieron que habían cometido un error de cálculo. “La pija”, detectando esforzadamente que aquella era una situación educativamente relevante, se sumó con timidez a la postura de bronca de la profesora, adquiriendo una mirada que bien podía ser de enfado o bien de extrañamiento. En ese momento la profesora se giró y advirtió la presencia de “la pija” por vez primera aquél día. La profesora estaba estupefacta de que los niños se hubieran desmadrado de aquella forma y comprendió que no era el vacío lo que los provocaba, sino la presencia de “ella” en el aire. Ante el silencio el barullo estaba creciendo de nuevo.
Al advertir esto la profesora se apresuró a recoger sus cosas para salir de allí lo más rápido posible, sin poder disimular, ante la mirada de incrédula incriminación de Armand, una expresión de cobardía y temor comadrejesco.
Todo esto es lo que hacía falta para que entre Armand y “la pija” se formara un abultado choque de identidades. Aún y con ello, aquél espíritu conservador, el miedo al ridículo en el combate y, por qué no decirlo, también el sentido común y la sensatez, lo refrenaban a emprender acciones más decididamente belicosas. Así, en aquellos primeros meses la convivencia discurrió entre este ambiente de calma tensa, de observación y refrenamiento por parte de Armand, y de anodina ignorancia por parte de “la pija”. Para entonces se habría comprobado que para que se sucediese la guerra abierta haría falta algo más, haría falta un detonante.
Durante un fatídico y lluvioso día de noviembre una inocente y anodina chispa de rubiedad prendió la mecha de Armand. El escenario fue el vestíbulo que daba al montacargas, donde confluían los accesos a las cuatro clases que estaban bajo su cuidado. Allí se recopilaba todo el material que pasaba por las pequeñas y corruptoras manos de los angelitos, en una enorme estantería rodada que después se trasladaba al lavadero a través del montacargas. Al ser un día de lluvia los niños se encontraban presos de una infalible y siempre inoportuna excitación y todo se retrasaba. Armand casi se dedicaba por completo a las medidas de contención de desastres en la clase C, cuya capitana nominal era “la pija”, y aquel día, como en tantos otros, ella también se sumaba a la amorfa entidad enervante. A pesar del crispante trasfondo de gritos de los que no dejan ni oírse los pensamientos, ella permanecía sumida en una gran preocupación por la viabilidad de un cóctel al aire libre que tenía programado para aquella misma tarde. Por causa de esto estaba abstraída en su mundo pijo y con la mirada perdida entre las cambiantes, aunque persistentes, nimbosidades. Ante esto, Armand permanecía al tanto, ocupándose de azuzar a la disciplina a los más dispersos de los cabezudos, pero ya se estaba cansando de no observar mejora alguna derivada de sus esfuerzos.
Entonces se retiró a la puerta del aula para evitar por unos instantes la nube de hedor que se genera en un corrillo de treinta niños parcialmente ocupados en tareas gástrico-fisiológicas varias y, al darse la vuelta, observó como el querusco, borracho evidentemente de la atención que le prestaba el reducido auditorio de su mesa, agarraba un puñado del revoltillo de huevos con ensalada verde en que consistía el segundo plato, lo alzaba con desdén y lo dejaba caer al suelo con una risotada. Armand disfrutaba morbosamente de aquello y ya hacía uno de sus ejercicios de ventilación previos a toda bronca desgañitante cuando intervino “la pija”. Ésta, cansada de la mala perspectiva meteorológica, se giró y, con una expresión contrariada como no se le había visto en el “Charlemagne” hasta entonces, anduvo los metros justos entre las mesillas para acabar pisando el revoltillo que el querusco había tirado al suelo. Al verlo, Armand se contuvo para observar cual era su reacción. Al parecer, entender lo acontecido le tomó unos segundos, después lanzó una mirada a aquella encarnación de la estolidez con gafas de topo que era el querusco y empezó a recriminarle el haberle manchado los zapatos. Armand escuchó incrédulo como “la pija” obviaba todo comentario acerca de la cuestión de tirar comida al suelo y se centraba con ardor en el contratiempo que iba a ocasionarle el tener los zapatos manchados el resto del día. Ante ello, el querusco la observaba con cierta expresión de no entender o entender a medias y Armand tanto lo mismo. Al final, el querusco fue conminado a escribir veinte veces “No atentaré contra la indumentaria ajena” antes de seguir con la comida.
Después de presenciar aquello, Armand prefirió abandonar el aula por un largo rato. Pensó que, aún descuidándola y comportando esto el acabar más tarde de lo habitual, al menos no sufriría una crisis frenológica derivada de los disgustos encadenados. De modo que se fue junto al montacargas, dónde encontró a una de las monitoras, la de la clase B, manipulando vajillas diversas. Le gustaba charlar con ella distendidamente y, en la medida de lo posible, sin injerencias externas. Discutieron un rato acerca de las circunstancias particulares de aquél día. La clase B no escapaba a la regla que clasificaba todo producto educativo del colegio bajo la etiqueta del “riesgo sociopático”, pero se demostraba cómo bajo la férula de alguien competente y con iniciativa, como era aquella chica, la situación podía hacerse soportable, al menos. Por contraste, ella constituía una prueba más de las incapacidades de “la pija”.
Según le comentó, un cierto nerviosismo había cundido también en su clase aquél día, en todos excepto en Tarik, el chiquillo de origen norteafricano que, aún y teniendo sus puntos innatos de salvajismo comunes en la clase, no se dejaba llevar nunca por sentimientos de histeria colectiva ante una autoridad reconocida. En estas giraba el diálogo cuando “la pija” emergió de su aula, aún con la cara enfurruñada.
- ¿Qué habláis? – Preguntó abiertamente, como siempre impávida ante la posibilidad de interrumpir algo abruptamente. Los interlocutores reaccionaron con cara de circunstancias.
- Pues... hablábamos de Tarik. – Dijo Armand al final. – Es curioso como... -
- Ah, sí el chico argelino éste... – Le interrumpió “la pija”. – ¿No resulta horrible que hasta en el colegio le obliguen a no comer cerdo sus padres...? – Añadió como comentario sustancioso.
- Bueno... – Empezó a embarrarse Armand. – Digo yo que son esas sus costumbres y que a algo tendrán que agarrarse para... -
- Oh, y el asunto este de las “cuotas”... – Interrumpió de nuevo “la pija”. – Esto de que nos obliguen por ley a acoger a un cierto número de “ellos”... es tan..., no sé... tan horrible y segregante.... – Al decir esto usaba lo que para ella debía ser una postura erudita.
- ¡Joder! Lo que sería “segregante” sería que los dejaras meterse a todos en el mismo puesto chungo y depauperado, ¿no?
Armand no sabía del todo como manejarse, con sus argumentos bien construidos, enfrente de la irracionalidad con patas y cargada de tópicos que tenía enfrente. La otra monitora los miraba a los dos con expresión divertida.
- No se... yo lo que creo que es horrible es que metan aquí a estos niños a sembrar la anarquía y sus costumbres... ¡nuestros niños tampoco se merecen esto! -
Ante esto la monitora expulsó una risita incontenible de su interior y después disimuló aplaudiendo, como si aquello fuera una farsa de mitin político. Armand, por el contrario, no se lo estaba tomando por la vertiente humorística y le producía un cierto ardor de estómago el que se estuviera esgrimiendo lo de la inmigración en referencia a la mala salud de la educación en occidente. Armand siempre se tomaba las cosas con un cierto exceso de extrapolación. Después de unos tensos instantes, al fin pudo articular palabra de nuevo.
- Verás... – Empezó, mirándola gravemente. – Yo en ningún caso me meto en el debate de quién educa mejor a su descendencia, pero es evidente para cualquiera que al menos Tarik es capaz de refrenar sus instintos exterminadores para concentrarse en algo... escrito, por ejemplo. No se... tal vez sea una cuestión del azúcar, entre otras... – “La pija” lo miraba con extrañamiento.
- ¡Ja! Pues vaya... resulta que eres el “amigo del pueblo”. – Añadió jocosamente.
- No, yo... – Dijo Armand con cierta molestia, pero aquello volvió a interrumpirle.
- No, no... Si está muy bien... quiero decir que no me opongo a eso... – Dijo ella con un tonillo que parecía anunciar alguna bufonada pija final – Al menos te vistes como uno de “ellos”... ¡ja ja ja jaaa! – Se rió, y después le puso una mano en el hombro.
En ese instante Armand se quedó congelado por el glaciar escalofrío de rabia que recorrió su cuerpo en dos oleadas distintas. No le cabía en la cabeza que aquella estúpida se hubiera atrevido a agraviarle de aquella forma aún sin darse ni cuenta, puesto que aún se debatía entre sus aspavientos de guateque y su risa social, ingenua como siempre. Parecía que se estaba animando a su costa.
La monitora de la clase B lo observaba todo con los ojos muy abiertos, siguiendo los devaneos de jocosidad de “la pija” pero apercibiéndose al mismo tiempo del sonido de rechinar de dientes que provenía de la mandíbula de Armand. Para él, aquello era bastante. Una cosa era sufrir en silencio un mal interior, como sucede con las hemorroides, y otra muy distinta que la ignominia y el cachondeo se extendiesen al ámbito de lo público. Más aún, aquél engendro de feria había osado ponerle en ridículo a la vista de una hembra normal y encima si la hubiese tildado de tuercebotas, en respuesta, el que hubiera quedado como un ser cuadriculado y sin humor habría sido él. No, se había ido demasiado lejos, aquello exigía tomar una determinación. El orgullo y la decencia debían ser restablecidos, no de forma abierta y directa, pues esto no habría sido comprendido cabalmente por el mundo, había que obrar con el soterramiento y la persistencia de un arroyo subterráneo, uno, sin embargo, con la suficiente mala leche como para erosionar sibilinamente a la montaña y provocar, finalmente, su derrumbamiento y que su estupidez quedase en evidencia delante de los demás valles y collados, o algo así...
A partir de ese episodio, la idea de la “venganza restitutiva” pululaba insistentemente por la cabeza de Armand. Realmente, cuando algo trastocaba, ni que fuese nimiamente, el equilibrio simbólico de su mundo interior podía llegar a obsesionarse y debatir, consigo mismo, sobre las posibles causas y soluciones de ello hasta la saciedad y, en este caso, pasó semanas dedicado a la observación y posterior elucubramiento sobre los puntos flacos explotables de “la pija”. En verdad, nada de lo que sigue hubiese llegado a acontecer si Armand hubiese sido capaz de transigir en el asunto de su afrenta, pero aquello no podía ser, los instintos habían sido despertados y todo lo que era Armand para sí mismo estaba, ahora, en aquella mano vengativa y redentora. También podía pensarse que en el contacto entre aquellas dos personalidades acérrimas que era cada uno de ellos tan solo se podían generar que perturbaciones, o tal vez fuese la particular idea que el tenía Armand del “honor” lo que movilizaría toda la animosidad que estaba por descontrolarse.
Al cabo de todas estas semanas, empero, Armand seguía sin haber hallado una solución de venganza lo suficientemente cruda pero que tampoco dejase posibilidad a la interposición de una demanda formal. Además de esto, también estaba preocupado por que el acto revistiese un cierto estilo y finura que acabasen de darle, a todo junto, el corte magnánimo de una soberbia lección de modales. Con esto en mente pensó en tirarle tinta o alguna salsa encima de alguno de sus modelitos, pero esto resultaba basto y un pelín demasiado autoincriminador. Después se lo ocurrió la treta de esconderle su batita en algún recoveco y esperar a ver como cundía el caos, pero esto representaría más una molestia tonta que no tendría el verdadero carácter de una venganza. Entonces pensó en montar alguna trampa para que se quedase encerrada en un lavabo. Aquella era una bella perspectiva: imaginar su cara de agitación, el mareo producido por aspirar sostenidamente los vapores de tantos orines fuera de la taza, los grititos pidiendo humillantemente ayuda... Pero no, aquello resultaba un tantín tópico y, en sus magnas cavilaciones, Armand había llegado a aspirar a algo un poco más sofisticado. ¿Tal vez una incisiva y malintencionada caricatura anónima de ella colgada junto al armario de monitores de la planta principal? No, aquello también era tópico, tópico y pueril. Sin dudarlo, los niños tenían que ser un componente de su plan pero... ¿como conseguir de estos que actuasen de la forma esperada en el momento esperado? Con ellos todo ocurría por una especie de causación química, incierta y estocástica. Habría que andarse con pies de plomo.
Después de unas pocas semanas más y a pesar de lo alto que volaba la maquiavélica imaginación de Armand, o quizá precisamente por esto, el plan maestro, lo suficientemente fino y lo suficientemente punzante, seguía sin aflorar en su mente. Ya se estaba sumiendo en la desazón que le habría llevado a olvidarse progresivamente de todo aquello, para bien de todos, pero un capricho de los hados quiso que, un determinado día, una absurda y penosa situación le diera la idea que serviría para poner en marcha, definitivamente, su plan de acción.
Era un día cualquiera y Armand disponía los enseres para la comida en aquellas mesitas enanas distraídamente. “La pija”, en un esfuerzo hercúleo de iniciativa pedagógica, había tratado de aplacar los ánimos de los pequeñines captando su atención entorno a un calendario chino que le habían regalado en una charcutería. Para ser justos, hay que decir que la jugada funcionaba todo lo bien que habría podido, logrando congregar la atención de alrededor de la mitad de la clase. Los demás erraban por cerros transplanetarios, como tenían por costumbre. Después de explicar las particulares diferencias entre el calendario chino y el gregoriano, ésta pasó a concentrarse en la circunstancia de que cada año correspondiese a la influencia de un animal y sus cualidades mitológicas y que “si tu habías nacido en el año del pato, pues tu eras un pato, y si habías nacido en el año de la mosca, pues eras una mosca”. Esto parecía provocar un atisbo de ingenuo y auténtico divertimiento en los niños, que disfrutaban con los límites del equívoco, en una de las pocas veces que Armand los vio al borde del éxtasis sin que mediase alguna energía destructiva por ahí.
El sano jolgorio hasta se expandía y alcanzaba a los “outsiders” más garrulos, cuando estos eran preguntados acerca de si eran este o aquel otro animal. Hasta el querusco parecía deleitarse con lo que para él era, innegablemente, una asociación de ideas filigranera. Ante el creciente jolgorio, tan solo una niña parecía como apartada de toda la excitación, a una cierta distancia del grupo, sola y con el ceño muy fruncido. Parecía empeñada en dilucidar un dilema de profundidades insondables.
- ¿Qué te pasa Natalie? – Preguntó envalentonada “la pija”, al ver que su treta docente surtía algún efecto positivo en toda la clase salvo en ella. – Si hay algo que no entiendes... – En realidad estaba borracha del éxito y si la niña le hubiera salido con la más mínima duda acerca de la trascendencia teológica de tener a un animal por principal protector ella habría saltado en defensa de las sanas concepciones antropocéntricas del cristianismo más castizo, que para ella era el único prisma interpretativo adecuado. Una “broma era una broma”, pensaría, “pero tampoco haría falta pasar por ser la comehierbas del colegio”.
La niña se lo pensó un rato, denotando que efectivamente había algo que la inquietaba.
- ¡Vamos hombre! Si no me lo cuentas no podré ayudarte... – Insistió.
- Mmm... bueno... – Pareció conceder la niña, con cierta severidad en su tono. - ¿Tu en que año naciste? –
La pregunta cogió por sorpresa a “la pija”.
- ¿Yo? ¿En... que... qué? ¿Por qué lo preguntas? – Fue la atribulada respuesta que le dio.
- Para saber que animal eres... – Contesto el trenzado angelito con fría lógica.
- Aah... - Se alivió ella. – Yo nací en... yo soy un... – Mientras buscaba en la parte baja del calendario lanzó una mirada en derredor y intuyó que Armand podía estar oyéndolo todo tranquilamente – Yo soy... una libélula, porqué nací... en el año de la libélula. -
Después de esto puso una expresión forzada de satisfacción, de haber aplacado las dudas en la audiencia, y plegó el calendario. La niña seguía con su expresión fruncida.
- No. – Dijo ésta secamente ante una nueva mirada proveniente de “la pija”.
- ¿No? – Respondió ella extrañada.
- No. – Repitió añadiendo un gesto con la cabeza.
- ¿Cómo que no? -
- No eres una libélula. -
- ¿Cómo que no? Si lo pone... ahí en el calendario. – Un rubor asomaba el las mejillas de “la pija” al decir esto. - ¡Sí soy una libélula...! -
- No, porque mi padre dice que eres una foca... -
En ese momento, con los rasgos faciales de la verdadera intriga, “la pija” volvió a sacar el calendario para buscar si el año de la foca correspondía realmente con los años que se estaba quitando para, al cabo de unos pocos segundos, comprender que no era a eso a lo que se refería la niña al citar a su padre. Para entonces, Armand cruzaba el aula al trote en dirección a la puerta que daba al vestíbulo, con tal de no estallar en carcajadas delante suyo. Sin embargo, algunos niños bloqueaban un acceso directo hasta ella y, zigzagueando entre ellos y las mesillas, Armand pasó un instante su mirada por encima de “la pija”, que había adoptado en su cara el tono violáceo de la vergüenza. Ahí fue cuando no pudo reprimir el sonoro rugido de una risotada nasal, se puso la mano en la boca y escapó a los lavabos saltando por encima de los niños.
Aquello solo podría haber representado una especie de retribución para Armand, un humorístico tributo a su enemistad con “la pija”, pero el asunto no se quedó ahí, fue la reacción de ella lo que se reveló ante Armand como un campo de suculentas posibilidades. Ella, en concreto, reaccionó con un radical sentimiento de ofensa ante una niñería sin mala intención, no dijo nada más en todo el día y durante el resto de la semana iba a mostrar una distancia cautelar respecto al hombre que la había visto caer estúpidamente en un simple juego de palabras. De hecho, Armand no sabía si era la ofensa propiamente dicha o bien la vergüenza lo que motivaba aquella reacción, pero este matiz era poco importante porqué, de una forma u otra, lo que residía detrás suyo en la cadena causal era, simple y llanamente, la vanidad. Armand veía ahora que la vanidad era algo lo suficientemente presente el “la pija” como para motivarla a la acción, ora de una pataleta, ora de cosas más interesantes, quizá. En cualquier caso, era algo con lo que trabajar.
Con aquello por base, las demás partes del sombrío cepo que Armand tramaba en su mente le fueron viniendo por si solas, como si un demoñillo menor se complaciese ayudándolo en tan perversos quehaceres. Primero, “la pija” era una vanidosa. Segundo, a pesar de las apariencias, era lo bastante cuerda para darse cuenta de que no había causado la mejor de las impresiones profesionales a sus compañeros y superiores y estaría atenta, todo lo atenta que ella podría estar, a alguna ocasión que le permitiera enmendarse. Ergo, ¿sería posible forzar una situación en que, habiendo azuzado los instintos vanidosos ahora conocidos, “la pija” llegase a lanzarse a una misión de redención pública? ¿Una misión que sin atisbo de dudas resultaría suicida en cualquiera de sus propósitos? De ser así colmaría la sed de venganza de Armand en todos sus negros apartados. Vaya, esto dependiendo de lo escénico que resultase el asunto y de cuanta gente lo viese. Dependiendo de un par de cosas más las expectativas podían ser rebasadas y tornarse en algo torvamente descontrolado. Una vocecilla interior advirtió de esto a Armand, pero le pareció una vocecilla prematuramente sermoneante y la ignoró. En realidad, todo dependía aún de muchas cosas, de una concatenación de ocasiones propicias de deberían darse en un orden concreto y aún no atisbado por nadie, pero Armand tenía una idea con la que comenzar. Al día siguiente de pensar en esto, pondría en marcha, como quien no quiere la cosa, su pérfida tentativa.
CGM.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)